Árboles en la montaña, 2011.
Tengo el cristal en blanco y la nada guarecida en la espalda.
Puedo decirte que llueve, y que se me hace ajeno este horizonte gris, tan próximo y tan distante ahora.
Puedo hablarte de los rayos de sol que, de cuando en vez, agrietan la oscuridad en diagonales de vida.
O de los restos de madera carcomidos por los insectos, postrados en un penúltimo hálito de lo que viviera en sus adentros.
Puedo hablarte del frío que se cierne con lentitud, tiempo a tiempo, mientras suenan las cuerdas del violín en vaivenes acompasados, como columpios de felicidad dormida.
Quizá pudiera hablarte de los días circulares que se avecinan, de la noche temprana y de la oscuridad nublada donde enmudecen las estrellas.
De cómo la prontitud de la noche convierte la vida en repliegues de uno mismo.
O del vigoroso influjo del silencio, ausente el canto de los pájaros, ahora mudos.
O acaso prefieras que te recuerde el olor de la tierra mojada y detenerte, acompañada, en el desvestirse de los verdes, camino de amarillos imposibles que se tornan pardos en sus postrimerías, cuando apenas resta vigor para sobrevivir los envites del viento y el suelo es cornucopia de vida yerta.
Hubiera cumplido quince años de no haber tenido cincuenta y tres.
Mis ojos se entornan y convierten cuanto escribo en una hilera de hormigas, borrosa por la pátina húmeda que otorga la melancolía.
Me dices que ha dejado de llover y miro al cielo oscuro y adivino guedejas de nubes blancas, perdidas al socaire de un viento calmo que arrió las ilusiones en remolinos idos.
Quieta el alma, embridada, de recuerdos llena.
Comienza el año con la música de un otoño renacido.
Casi nuevo. Donde el alba sobrevivirá a la escarcha y nosotros habremos de romper los cristales del hielo.
Soplando los rescoldos del fuego.
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