lunes, 10 de octubre de 2011

Huyendo de las palabras.

Árboles en la montaña, 2011.

Sonreía, cuando las dudas lo rodeaban y las palabras enmudecían en sus cilindros de cristal. Bajaba los ojos para escapar de la luz de los verdes.
Y musitaba apenas monosílabos entrecortados entre los vaivenes de una música inventada. Buscaba la felicidad un paso detrás del otro, entre bosques que olían a mañanas por nacer.
Allí encontraba las respuestas, yertas al cobijo de un árbol caído.
Y hacía círculos en la tierra con una rama quebrada.
La vida, postrada en las umbrías.
Toda la sabiduría.
Quieta.
Y el paso de los años, en briznas que iban pudriéndose en su derredor. Mientras un bosque de savia nueva, por donde apenas transitaba el sol, rodeaba su cuerpo recostado.
Sus ojos fijos, en un horizonte próximo que iba tornándose gris, laderas arriba.
Rostros de perfil, que iban difuminándose con la pátina rósea del ocaso.
Era feliz en el silencio, a solas con los silbidos tenues de la arboleda.
Con el trino descuidado de los pájaros, escondidos entre la fronda espesa
O tal vez perdidos. Reía con la agilidad nerviosa y huidiza de las ardillas e interrogaba la mirada curiosa de los ciervos, sedientos en su tránsito.
Era el bosque caído un libro abierto con las páginas en sepia y las esquinas por doblar. Turbado por los sonidos de la naturaleza.
Abstraído en los claroscuros que delimitaba una raya imprecisa de luces y sombras, mientras el tiempo lo envolvía en bienestares fortuitos.
Escapando de las interrogantes.
Disfrutando del lento transcurrir de los segundos, en plétora con su presente, allí, donde el pasado se había ausentado y el futuro estaba por llegar.
Como su propia vida. Compartida con cuantas plenitudes quisieran acercársele. Y permanecía absorto en los quehaceres de una minúscula araña, interior de un árbol por donde corrían las hormigas.
Idas y venidas hacia lo cierto.

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