martes, 29 de noviembre de 2011

Cinco lunas

Restos de vida en la montaña, 2011.


Pequeñas aldeas muertas.
Restos de vida en la montaña.
Faltaban, tan sólo, cinco minutos para que el sol desapareciese tras las líneas quebradas del horizonte.
Cinco semanas para que la luna mostrase su perfil más tenue.
Un puñado de días para que el adiós se aproximase perdiendo su sonrisa de este a oeste.
Los silencios caminaban portando en sus manos un manojo de globos atados de un cordel.
Faltaban apenas cinco instantes tan breves como soplos en el abrevadero de la vida.
Apenas tiempo.
El año se había deslizado entre notas musicales escapadas del pentagrama.
Entre colores huidos del arco iris.
Apenas cinco huecos de ventanas, con sus maderas podridas y sus cielos por cristal.
Faltaba la nada para regresar al interior de la oquedad donde dormitaba el alma de la sabina.
El mismo lugar donde las sirenas enmudecían sus silbidos, gritos agudos que ensordecieron la curiosidad de Ulises.
Cinco instantes escritos entre líneas para regresar a la hipérbole.
El arbusto mostraba sus cinco camelias blancas, apenas esbozos de vida nueva.
Faltaban cinco lunas llenas para vestir de oscuridad la noche y convertirla en flor de otoño.
El invierno, con sus nieves densas y la piel arrugada, escaparía gota a gota entre las casas sin tejado.
Florecería la primavera en cardos silvestres y sus flores moradas saciarían la sed de las abejas.
Al cabo, un punto rojo pintaría los azules despejados del cielo.
Un año de vida. 
Un año de muerte. 
Transcurrida.
Y los interrogantes aflorarán con la llegada nueva del solsticio.
De no tenerte, sabe Dios dónde escondería mis soledades.
Tal vez paseando entre las hileras de piedra que confluyen en un solo punto, allí donde el infinito se desdibuja.
Oscureciéndose.

martes, 22 de noviembre de 2011

Flor de luna

Restos de vida en la montaña, 2011.

Tan sólo eran sombras del pasado.
Malabaristas del tiempo transcurrido sobre fondo verde.
La sangre me está comiendo los dedos, palabreaste apenas los comienzos de tu vida.
Un esbozo pequeño de tu dedo.
Y una gota roja.
Y el horror en tu cara de niña comenzando a verdear la vida con vocablos inventados.
Calor de tu cuerpo breve.
De tu mirada, todo azul sobre círculos redondos de sorpresa.
La sangre que hubiste de vencer para sobrevivirte.
Y tus palabras, floreciendo como adelfas silvestres.
Y tu pelo en guedejas rubias, marco de tu sonrisa siembre abierta.
La sangre me está comiendo los dedos.
Y el miedo al dolor en tu rostro de aprendiz, reflejo de tus adentros.
Creciendo entre paisajes que fueron moldeando una forma de mirar.
De curiosear los derredores.
Pequeños pálpitos de juventud.
De sorprenderte a diario con tu mirada devuelta en el espejo.
Afianzándote en tus vacilaciones adolescentes.
Un puñado de margaritas recogidas hoja a hija.
Y tus curiosidades, preguntas en la montaña con el silencio arrullándonos.
Cansada de caminar.
Y tu irte, todo recuerdo de espaldas.
Un cristal prestándote su veladura.
Y tu ausencia.
Toda. La luz de una ventana dibujando ángulos en el ajedrez del suelo.
La luz de tu carencia en la noche despierta.
Tu luz, oscura tras la partida.
Y tu vida, un soplo que va creciendo hasta convertirse en ventolera de tus días, a veces tan alejados; a veces tan cercanos a los míos.
O a tu misma vida.
Habitando la libertad de tus propios sueños.
Mar de canciones repetidas.
La sangre me está comiendo los dedos.
Y te recupero de cuando en vez, todo recuerdo.
Mirada tierna y sonrisa una.
Sentada en la tolva de tus entretenimientos.
Acompañando tantos lustros desandados.
Apenas un par de días, flor de luna.
Apenas un par de besos, hija.

martes, 15 de noviembre de 2011

Andrés

Restos de vida en la montaña, 2011.

Llevaba tres recuerdos con forma de sortija y un cordón anudado en el cuello, del que pendía una esquirla del asta de un ciervo, una concha de mar y su penúltima sonrisa.
Se abrigaba con una quimera en los inviernos y durante el verano, cuando el sueño del sol era tardío, usaba para atemperarse un abanico de cristal.
Terciaba los cincuenta cuando pude ver el humo gris en su pipa de espuma de mar.
Vivía en pareja con sus recuerdos y hay quien alguna vez afirmó haberle visto caminando en la noche por el Tranco del Lobo.
Su casa, última que restaba en pie en la aldea de Los Goldines, carecía de puerta y por lecho acostumbraba a tener una montonera de hierba seca.
Recogía su pelo con dos historias del pasado y en sus bolsillos siempre hubo hueco para un manojo de besos, con los que jugaba de cuando en vez a las tres en raya, mientras ahuyentaba sus ausencias haciendo solitarios con fotografías en blanco y negro.
Decían de él que cierta vez había sido feliz.
Cada mañana, apenas crecida la luz, acudía junto al gran árbol caído y, durante horas, ejercitaba su memoria nombrando en voz alta a sus vecinos idos.
Distraía el hambre leyendo versos del revés y dialogaba con su sombra en las atardecidas. Miope hasta palpar la bruma, recordaba un amor de fantasía con el que aprendió los primeros gestos de la risa.
Perdido en el significado de las palabras, tenía por costumbre hablar con silencios, que pausaba hasta que caían las hojas de los árboles y, cuando ansiaba el murmullo, desandaba hasta el arroyo de los Tejos, donde cambiaba las piedras de lugar para escucharlas en sonidos diferentes.
Era un individuo curioso, capaz de ocupar su tiempo observando durante horas los insectos mientras libaban de la flor morada de los cardos.
Regresé una tarde de agosto y me encontré su casa sin puerta, su pipa de espuma de mar y los tres recuerdos en forma de sortija sobre el abanico de cristal.
Me dijeron que se llamaba Andrés, el tabernero de Los Goldines que no se llamaba Andrés.