lunes, 16 de diciembre de 2013

Orwell, 1984


Una tarde ensombrecida por las presencias que se distanciaron en la mañana. Unas cuerdas de guitarra que repetidamente me asonan. Unos golpes en la pared, muebles arrastrados en la quietud de la tarde. Una vida que se va disipando en el olvido.
Orwell, 1984.

Como una torrentera. Los ojos, azul de gato sorprendido. Claros hasta aguarse tras la pupila enferma. La nariz, infinita. La piel, reseca por el alcohol aprehendido en su vida ronca. Tiene el diccionario como almohada. Y un suspiro tras el sonido de cada cuerda de guitarra. Alto, pero encorvado por la edad que le apresa a un pasado que revive cada cuanto tiempo transcurrido. La soledad como abrigo de invierno. La desesperanza, claquetilla de verano. Es un lobo estepario, sin escritor que lo escriba. Un espacio infinito tras sus pies, quebrados por un andar temeroso, arrastrado, junto al bastón que lo sostiene. Una vida ida. Y como ventura a su desventura, ha inventado una realidad a la que se abraza en sus silencios continuados. Fotogramas de un presente esquivo. Tiene media sonrisa que se asoma a una mueca de ausencia. Y mira por encima de los ojos, hacia un horizonte desdibujado en el que nunca aparece nadie. Vive sólo en su sordera. Arrebujado en un libro que acaricia con dedos donde el temblor habita. Es miope, pero carece de gafa. Su realidad se desvanece mientras busca inútilmente los perfiles de Corot. Es sordo y gusta de amigarse con la nada, a quien pasea las tardes despejadas de esta primavera lluviosa. Jardín de árboles desnudos, donde siluetas otrora de vida interrogan al desconsuelo. Pasea con su caja bajo el brazo, vacía, o llena sólo de su espacio, antes que el sol desaparezca llevándose la poca luz que alumbra sus días. Camina con su autobiografía bajo un mentón prominente, quejándose de los silencios que le rodean cada quién. Es un poema inacabado, perdido en los pasillos de la caridad, que mira cada día dentro de su propia luz, o de su propia sombra, tanto da. Y enhebramos camino bajo el arbolado, siempre al oeste, desavahando sus recuerdos para seguir vivo. Mientras me pregunta por su fama inventada. Su mordaza orvelliana. 1984.


domingo, 3 de noviembre de 2013

En el silencio de la noche

Marcho a la montaña. Tres días de huida. Dos noches de cielo. Marcho al cobijo de las estrellas, con la compañía del silencio. A dormir en el raso de la noche y en la quietud calma de las sensaciones. Diferentes. Anticipo el tiempo, para que los lunes de luna llena sigan fluyendo por los aconteceres del año. Con la música en mi hombro… ábrela. Y la letra con la cuerda de los violines.

En el silencio de la noche.

La vida, fluyendo como un torrente camino de Compostela. La vida en los costados de un camino, millones de pisadas repetidas, orillas del acontecer diario. Y cada quien cabalgando con su propio tiempo, dios menor escrito sin mayúscula para aproximarlo a la muerte. Para humanizarlo en los avatares de lo vivo. Y las gentes, transitando, con sus palabras y sus silencios compartidos. Orillas de la nada. Su propio espacio, donde alentar las complicidades de sus almas. Y el ruido de las hojas secas, otrora hojarasca, crujido ocre sobre suelo reverdecido. Y las ramas del arbolado centenario, con sus caprichosas idas en búsqueda de la luz. Lunes, siquiera llegado. Aún. Lunes que dormiré en la montaña, bajo la luz blanca de una luna creciente. Miopía de estrellas en la noche. Y toda la soledad del silencio en mi derredor. Aislado de las otras voces, palabras que me acompañan a diario. A la espera del oscuro, como dijera el hombre del bosque. Vencido por el camino. Yerto en el sueño. Antes oleré los árboles alineados, su misterioso interior por donde la savia viene. O va. Desviviéndose. Y será la claridad del cielo quien me alumbre. Y será el silencio de la montaña quien me arrope. Trampeando al tiempo, dios menor escrito sin mayúscula para humanizarlo. Escribiendo cuanto aún no ha acontecido. Y acaso tú, leyendo lo que sucederá mañana. Jugando en el futuro mientras hacemos camino en lo que va quedando del pasado. Prestándome tu sonrisa, escapada casi. Involuntario gesto de intimidad sobrevenida. Escuchando mi silencio, que escribo al calor del tuyo. Mientras caminamos juntos buscando la noche en la que no duerme nadie por el cielo, que dijera el poeta en su agonía de asfalto. Huelo la paz de los lugares donde no hay quebranto. Huelo la lluvia que humedece la tierra. Huelo la vida que acompaña mi caminar, allí donde la respiración se altera y la montaña crece, toda vertical, protestando del ser humano que la vulnera. Mientras la jara me destroza un brazo desprotegido y a lo lejos vuelan los buitres sus círculos de hambre putrefacta. Es noche. Y me arrebujo en el interior de un saco y miro al cielo. Iluminado.


sábado, 12 de enero de 2013

El hombre del bosque


Nunca preguntó por el mañana. Tan sólo era capaz de entender cuando llegaba el día, brincos de sol tras los grises de la peña y cuándo, pasado un tiempo, llegaba el oscuro. Reloj con arena perdida. El hombre del bosque salía a los prados y se tumbaba sobre la hierba fresca, horas y horas de luz clara, buscando sus ojos el recorrido de las hormigas. Necesitaba el olor de la tierra en sus dedos y viajar en el interior de una caja vacía, rodeado sólo de su propio espacio, camino de las últimas luces. Su vida era todo mirar cuanto pasaba en su derredor. Cómo los árboles se desnudaban un tiempo, esqueleto de ramas sobre el azul del cielo, y como se vestían de verdes infinitos llegada la vez. Era su tiempo. Y cuando necesitaba que las ninfas anduvieran por sus adentros, subía hasta los perfiles en ladera del bosque, y trataba de abarcar el espacio infinito que le acercaba a los confines de la tierra, todo lo lejos que sus ojos acertaban a ver, línea coloreada y tenue. Y volaba, planeando con sus brazos extendidos sobre el calor que desprendía su propio cuerpo. Dueño del espacio que le rodeaba, hueco vacío de sueños. Y sonreía como los demás pájaros que le acompañaban, interiores de su propia fantasía. El hombre del bosque no usaba palabras para entenderse, porque las plantas dialogan con los colores y los animales del bosque con las miradas, fijos los ojos. Vivía sin necesidad de estar vivo. Poseía tan sólo una caja vacía, llena de su propio aire. Estaba en cada una de sus palabras no dichas y decía cuanto quería decir. Por fortuna para él, la gente no transitaba por los interlineados. Y cuando la oscuridad le arropaba, abría sus ojos redondos como círculos amarillos para despedirse de las orugas y ahuecaba sus manos en torno al calor de la lumbre, si era invierno, para dormirse trepando por las sombras dibujadas en la pared, mientras dialogaba con su propio silencio mirando dentro de la luz.