Árboles en la montaña, 2011
Vivía en el interior de su propia sombra, a veces tumbado bajo la luz de un candil por donde hilaba el aceite, cuesta abajo; a veces dormido como un alfil sobre las diagonales de un damero, juego de ajedrez al que le habían hurtado las torres.
Siempre fue arlequín.
En blanco y negro.
Otras veces, trepaba por el rodapié, según la luz que el fuego le prestase desde los últimos rescoldos de su lumbre, cabo del día.
Y hay quien dice fue capaz de proyectar su sombra alguna vez, pared arriba, hasta quebrarse en ángulos muertos allí donde habitaban las telarañas.
Era un tipo raro, con un lunar en la espalda y cientos de garabatos escritos en servilletas de papel, donde culebreaban palabras que más tarde no sabía leer.
Alguna vez lo vieron habitar en un haz de luz, por donde reptaba rodeado de minúsculas partículas de polvo, hasta arrebujarse en la oscuridad y verse abrazado por los personajes imaginados en sus silencios.
Pese a todo, tenía ojos negros y una mirada por donde transitaba la claridad, que recordaba los primeros amaneceres de la primavera, cuando despierta tras los trinos, oscuros y tristes, de los ruiseñores.
Quiso vivir en un claro de luna y poseía doblada una ilusión en el saquillo que, cada amanecer, desdoblaba para oír el oleaje solitario del mar.
Sonrisa todo, miraba hacia el infinito arqueando sus cejas y permanecía quedo en un punto imaginado, a veces rasgo nítido, con quien llegaba a dialogar procurando el sigilo en su derredor.
Convencido entonces del aserto, jalonaba la tierra con ilusiones que nunca se le antojaron quimeras.
Dije alguna vez que perdí su rastro en cualesquiera de las anochecidas, cuando se adentró en el hueco de un árbol, convencido de encontrar allí el camino que le permitiera robar el lucero del alba a las estrellas.
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