lunes, 24 de noviembre de 2014

Un día de otoño




Un día cualquiera de otoño. La precisión de las fechas, con su carga de símbolos. Una música. Y cuanto era normal, se torna recuerdo.





Quería hablarte de los árboles en la montaña. De cómo el otoño se agosta y los verdes gritan su sed, octubre adelante. Quería hablarte del aire azul, del cielo claro y del silencio apenas quebrado por el crujir de la hierba seca. Quería hablarte de todo eso y del sol, recostándose sobre los perfiles lejanos de la sierra. Oscureciéndonos. Pero un hilo de luz repleto de golondrinas me trajo la cábala con su redondez perfecta. Y en múltiplos de cinco encontré su ausencia toda. Moneda de tiniebla y luz, me dicen las voces que me hablan. Que me cuentan cuando hubo tarde y hubo mañana. Allá, por el principio del todo. Y multipliqué por cuatro para reparar en aquél otro, tan semejante al que escribo, principiando Vivaldi sus estaciones. Y heme aquí, tecleando recuerdos para acercar su risa. Una tarde cualquiera del mes. Sentando su partida a mi lado y acompañado de su bonhomía. Entre ramas que ennegrecen el horizonte y arboledas que dormitan los amarillos distantes que quieren anaranjearse. Perdido el resplandor de cuando naciera su luz. Recuperándolo, en los pespuntes apenas enhebrados de mi memoria, ahora que he recobrado la cimbra del humo para imaginar siluetas. Ahora que los pájaros no quieren abrir la puerta a la lluvia y siguen con su música de  falsa primavera. Ahora, que el tiempo mastica idas cada vez con mayor premura mientras yo, sentado en un pretil cualquiera, bamboleo mis pies en el vacío al ritmo que marcan las teclas repetidas del mismo piano. Enredadera del ayer que me aleja del ahora. Sombras que habitan sin luz que las alimente. Ausencias que roban el aire. Azar, florecilla blanca a la que hurtaron la consonante para dejar sin aroma sus cidros. Un día de otoño.


lunes, 17 de noviembre de 2014

Huyendo de las palabras


Hazle un hueco a la melodía y déjate llevar. Porque en ocasiones quiero decirte cuanto no he sabido decirte. Y es, entonces, cuando las palabras me nacen oscuras. Otrora vienen mostrándose claras, pero deben intuirse sobre su propio fondo blanco. Y debo buscar refugio en la música, para hablarte desde su abrigo. En ocasiones quiero contarte cuanto acontece por mis adentros, pero las palabras me vienen sordas  y sólo me nacen silencios. A veces, sólo a veces, quiero mirarte con palabras blancas y musicarte. Pero sólo me vienen dudas que no me atrevo a colorear.



Sonreía, cuando las dudas lo rodeaban y las palabras enmudecían en sus cilindros de cristal. Bajaba los ojos para escapar de la luz de los verdes. Y musitaba apenas monosílabos entrecortados entre los vaivenes de una música inventada. Buscaba la felicidad un paso detrás del otro, entre bosques que olían a mañanas por nacer. Allí encontraba las respuestas, yertas al cobijo de un árbol caído. Y hacía círculos en la tierra con una rama quebrada. La vida, postrada en las umbrías. Toda la sabiduría. Quieta. Y el paso de los años, en briznas que iban pudriéndose en su derredor. Mientras un bosque de savia nueva, por donde apenas transitaba el sol, rodeaba su cuerpo recostado. Sus ojos fijos, en un horizonte próximo que iba tornándose gris, laderas arriba. Rostros de perfil, que iban difuminándose con la pátina rósea del ocaso. Era feliz en el silencio, a solas con los silbidos tenues de la arboleda. Con el trino descuidado de los pájaros, escondidos entre la fronda espesa O tal vez perdidos. Reía con la agilidad nerviosa y huidiza de las ardillas e interrogaba la mirada curiosa de los ciervos, sedientos en su tránsito. Era el bosque caído un libro abierto con las páginas en sepia y las esquinas por doblar. Turbado por los sonidos de la naturaleza. Abstraído en los claroscuros que delimitaba una raya imprecisa de luces y sombras, mientras el tiempo lo envolvía en bienestares fortuitos. Escapando de las interrogantes. Disfrutando del lento transcurrir de los segundos, en plétora con su presente, allí, donde el pasado se había ausentado y el futuro estaba por llegar. Como su propia vida. Compartida con cuantas plenitudes quisieran acercársele. Y permanecía absorto en los quehaceres de una minúscula araña, interior de un árbol por donde corrían las hormigas. Idas y venidas hacia lo cierto.

domingo, 9 de noviembre de 2014

El loco del claro de luna




Abre la música y ten pausa con la palabra. Música. Un centenar de veces repetida. Acaso más. Tecla a tecla reinventada. Y llega la tarde de un otoño cualquiera. Y recuerdas la subida al Aguilón del Loco. Y te viene el personaje, con sus ojos negros y su mirada clara. Y sus varas con regatón de hierro. Y acabas hablando de un individuo al que te hubiera gustando conocer, si no hubieras tenido que inventarlo. Y te vas montaña arriba, paseando con su historia y con su sombra, mientras la mañana va empapando el camino de luz y sus palabras giran y giran en tu imaginación. O saltan de tecla en tecla por un piano que apenas sabes de quién es. Acude a la letra. Ahora.





Vivía en el interior de su propia sombra, a veces tumbado bajo la luz de un candil por donde hilaba el aceite, cuesta abajo; a veces dormido como un alfil sobre las diagonales de un damero, juego de ajedrez al que le habían hurtado las torres. Siempre fue arlequín. En blanco y negro. Otras veces, trepaba por el rodapié, según la luz que el fuego le prestase desde los últimos rescoldos de su lumbre, cabo del día. Y hay quien dice fue capaz de proyectar su sombra alguna vez, pared arriba, hasta quebrarse en ángulos muertos allí donde habitaban las telarañas. Era un tipo raro, con un lunar en la espalda y cientos de garabatos escritos en servilletas de papel, donde culebreaban palabras que más tarde no sabía leer. Alguna vez lo vieron habitar en un haz de luz, por donde reptaba rodeado de minúsculas partículas de polvo, hasta arrebujarse en la oscuridad y verse abrazado por los personajes imaginados en sus silencios. Pese a todo, tenía ojos negros y una mirada por donde transitaba la claridad, que recordaba los primeros amaneceres de la primavera, cuando despierta tras los trinos, oscuros y tristes, de los ruiseñores. Quiso vivir en un claro de luna y poseía doblada una ilusión en el saquillo que, cada amanecer, desdoblaba para oír el oleaje solitario del mar. Sonrisa todo, miraba hacia el infinito arqueando sus cejas y permanecía quedo en un punto imaginado, a veces rasgo nítido, con quien llegaba a dialogar procurando el sigilo en su derredor. Convencido entonces del aserto, jalonaba la tierra con ilusiones que nunca se le antojaron quimeras. Dije alguna vez que perdí su rastro en cualesquiera de las anochecidas, cuando se adentró en el hueco de un árbol, convencido de encontrar allí el camino que le permitiera robar el lucero del alba a las estrellas.

domingo, 2 de noviembre de 2014

Otoño


Otoño. Y nuestra mirada se nubla de árboles desnudos, crepitar de hojas por el suelo. Otoño, y los adentros apocan sus colores. Y llega la lluvia. Y los arroyos alzan su voz. Es otoño. Abre la música y déjate llevar de su mano.



Llega otoño en el último bostezo del verano, sin su revoloteo de hojas muertas y sin desnudarse en amarillos y ocres. Llega otoño y me encuentra con las manos metidas en un bolsillo, roto, por donde han ido perdiéndose todos los pellizcos que la soledad otorga. Por llegar, dicen que llega otoño, y enfilo un hilo de casas encaladas, con sus sillas de enea en las puertas y sus vecinos de costado, camisa blanca por la que respiran los últimos fuegos del estío. Y sus mujeres desmadejan escobas puestas del revés. Y las adelfas inexistentes van apocando sus verdes mientras el sol huye tras la primera colina que encuentra. Llega otoño y me acerca el recuerdo de cuantos supieron sonreír para los adentros, entretanto buscaron reposo en columpios que las nubes sugieren siempre. Pero no logro reconocer sus caras en el reverso de mis espejos, como tampoco dibujar el rostro de cuantos quisieron darle su mano a la luna. Empero, dialogo en silencio con el color de sus ojos, ocultos en lagrimales yertos en tantas y cuantas noches de insomnio. Son miradas sin palabras, repletas de puntos y comas, de ventanales por donde se ausenta el aire o perfiles de noche vertical, en cuyo marasmo no supieron volar los pájaros. Dicen que llega otoño, con sus esqueletos de árboles vencidos. Y quedo absorto entre fantasías que sus ramas semejan, dedos infinitos de la tierra que arañan los amaneceres huecos, lugares donde se multiplican todos los sonidos que vienen con la luz. Todas las voces que redoblan su locura en un zumbido que no tiene fin. En su afán por seguir viviendo, dicen que alguna vez habló de cambiar el color de las flores. Una mañana cualquiera. En otoño.