lunes, 17 de octubre de 2011

Un día de otoño.


Árboles en la montaña, 2011.

Quería hablarte de los árboles en la montaña.
De cómo el otoño se agosta y los verdes gritan su sed, octubre adelante.
Quería hablarte del aire azul, del cielo claro y del silencio apenas quebrado por el crujir de la hierba seca.
Quería hablarte de todo eso y del sol, recostándose sobre los perfiles lejanos de la sierra. Oscureciéndonos.
Pero un hilo de luz repleto de golondrinas me trajo la cábala con su redondez perfecta.
Y en múltiplos de cinco encontré su ausencia toda. Moneda de tiniebla y luz, me dicen las voces que me hablan.
Que me cuentan cuando hubo tarde y hubo mañana.
Allá, por el principio del todo. Y multipliqué por cuatro para reparar en aquél otro, tan semejante al que escribo, principiando Vivaldi sus estaciones.
Y heme aquí, tecleando recuerdos para acercar su risa.
Una tarde cualquiera del mes. Sentando su partida a mi lado y acompañado de su bonhomía.
Entre ramas que ennegrecen el horizonte y arboledas que dormitan los amarillos distantes que quieren anaranjearse.
Perdido el resplandor de cuando naciera su luz.
Recuperándolo, en los pespuntes apenas enhebrados de mi memoria, ahora que he recobrado la cimbra del humo para imaginar siluetas.
Ahora que los pájaros no quieren abrir la puerta a la lluvia y siguen con su música de falsa primavera.
Ahora, que el tiempo mastica idas cada vez con mayor premura mientras yo, sentado en un pretil cualquiera, bamboleo mis pies en el vacío al ritmo que marcan las teclas repetidas del mismo piano.
Enredadera del ayer que me aleja del ahora.
Sombras que habitan sin luz que las alimente. Ausencias que roban el aire.
Azar, florecilla blanca a la que hurtaron la consonante para dejar sin aroma sus cidros.
Un día de otoño.

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