lunes, 27 de junio de 2011

Desperézame

Desperézame, antes de que el sol despierte los pies por donde se ausenta mi vida. Algo más de media vida transcurrida. 
O algo más de media muerte. Tanto da. Hay quien dice que las piedras le enseñaron a volar. A oír el silencio cuando la montaña calla. A lo lejos, los pájaros duermen en hileras de trinos descosidos. 
Desperézame, cuando se acerquen tus ojos a mirarme. Curiosidad verde en lustros de palabras amordazadas. Río abajo, el agua apenas murmulla su irse, camino va de la boca del mar. Saturno azul. 
Desperézame, antes que se rompa el bordón y pare la música. Cielo oscurecido. Porque quiero amanecer abrazado a tu sonrisa. Y recorrerte, piel abajo. Ahuyentado el sueño gris de las figuras en blanco y negro. 
Y detenerme en los pliegues de la edad, para recordarte cuando se agitaba el alma y las noches precedía las auroras de palabras titubeantes. 

Despiértame, cuando el sol bostece y el firmamento se torne en colores que anuncien el sueño de las estrellas. Porque querré sonreírte desde mis interrogantes o desde el ocaso de mis ensueños, ido el calor que alimentaba mis adentros en el tormento de los quereres ciegos. Cuando los pájaros duerman o el arroyo de temporada muestre su lecho seco. 
Desperézame, aunque sea tan sólo para avivarme de los desaires de la mar sobrevenida o del mutismo interminable de la noche sin aurora. Y entrégame un beso, acaso dos. Para hilar con su rueca el tiempo que ya no es, el espacio donde Penélope mira a Cefalonia, ventura de barcos que el oleaje distancia. 
Y atréveme a quererte o a recuperarte en el recuerdo, cuando sabía volar porque las piedras se ocuparon de enseñarme, en ausencia de hilos por donde tejer la maraña de mi propia vida. Las toses de Ariadna. Mi laberinto de palabras encontradas.
Y el postigo que separa la luz de la sombra. La muerte de la vida. La esperanza, como una enredadera reverdecida.

* Terciada la mitad, amigo de lo imposible. Caminamos rumbo a la cuesta abajo. La cumbre queda atrás. El resto de la vida. 
El aire lo tendremos en la cara. Por el mismo lugar donde las piedras enseñan a volar. Por ahí, bajaremos. Mientras que haya luz.

lunes, 20 de junio de 2011

Doce años de vida

En ausencia de nubes, la luna se sonrojó una noche de junio. Avergonzada de tanto. 
En el lado oculto, la niña de ojos azules como el agua clara del mar, apenas una docena de años transcurridos en su corta vida, jugaba a las tres en raya junto a las cinco esquinas de un castillo despedrado de toba.
Aguada de ojos sobre una sonrisa con sabor a caramelos de menta. La niña que jugaba a las cinco esquinas con las caracolas del mar, tenía por muñecas las nueces verdes de un nogal, en cuya sombra buscaba cobijo a sus soledades.
Iba vestida de alma blanca, con encajes en las solapas y tres botones de menos. Se abrigaba de nubes en el invierno y hablaba con las amapolas cuando la primavera ya era terciada. 




Había puesto nombre a cada una de sus sombras y buscaba la hora del ángelus para saltar a la comba con las siluetas de su propio cuerpo, tan menudo como las palabras que iba esquivando en sus conversaciones solitarias de media tarde.
Tenía la niña una trenza que hombreaba a cada uno de sus lados, casi rubia, que adormecía junto a las margaritas en los estíos de siesta y fuego en el aire quedo.
Era la niña pura soledad, acompañada de sus fantasías, de sus realidades inventadas o de sus compañías imposibles. Y toda la pradera para ella, desde la linde que marcaban los rosales de pitiminí hasta la curva circundada de almendros.
El cielo azul por techo durante el día. Un ajedrez de tableros blanqueados por la noche.
Y una mantita verde cosida con suspiros cuando los ayes no tienen amedrento. Era su vida una conversación interminable con el aleteo de los vencejos y cuatro o cinco huecos del año, poco menos, para sonreír desde los pretiles de la piedra afilada, vertical gris por donde rodaban los huesos de melocotón.
Su historia era breve, como las doce líneas redondas del reloj de sol. 

lunes, 13 de junio de 2011

Entre lunes

Vivía entre dos lunes, un suspiro traído por las sombras de la luna. 
Vivía entre anhelos de su misma vida, agua desaguada entre los dedos de sus manos. Cuenco vacío. 
Por decir, decía que atesoraba un gemido oculto en sus adentros, donde las ausencias se multiplicaban y el eco del silencio llamaba desde el agujero donde todas las formas se desfiguran. 
Inventaba presentes que no eran sino remedos del pasado. Recuperados para ausentar la realidad. Para airear su respiración y cercar la alegría, tan esquiva o tan propia. 
Y sonreía cuando, rota la mañana, el mirlo hablaba como si fuese el primer pájaro que habitase en la luz. 
Una luz diagonal, peñas abajo, quebrada entre rocas y pinares verticales. 
Luz y sombra de la misma torre poliédrica donde protegía su sentimiento, cobijo de una frase silabeada entre cuerdas de guitarra. Una música de otro tiempo. 
Era su vida un guión de Pirandello. Múltiples personajes en busca desesperada de autor. Burla repetida de lo propio. Y los días escapándose hacia el infinito, como millares de diminutos círculos concéntricos que conducen a la nada. 


O a la plenitud, donde la luz se esconde. Y surgen las tinieblas, andariegos perfiles de todas las dudas. Unas teclas de piano que dan vida a las emociones, al tecleado repetido que junta las manos sobre el alfabeto, apenas separadas por el lugar donde dormita el espacio. Y allí surgía su grito, la mañana hecha añicos tras los abrojos. Y la luz del cielo azuleando su presente. 
Y esa vereda que marcha desprovista de verdes hacia algún sitio. Toda una promesa. Todo un futuro, preso al fin en las cinco esquinas de donde están hurtando las piedras. Mutismo de padre con hijos. Al cabo, circunloquios para no enloquecer en las preguntas sin respuesta. 
O tal vez, en respuestas que se hacen a preguntas que nunca debieron hacerse. 
Otra forma de verse en la vida, espectador mudo al paso de lo cotidiano.

martes, 7 de junio de 2011

Cinco Esquinas

Amaneció cuando la mañana aún no era amanecida.
La oscuridad circundaba sus cinco esquinas de silencios, paredes verticales donde colgar la percha de una noche maldormida. 


Y crujían las estrellas en todo lo alto, abrazadas en figuras geométricas que a veces se daban la mano, mientras danzaban alrededor de una luna vestida con tules.
En la lejanía próxima, desde los adentros de un álamo denso y enfermo, las cigarras anunciaban el verano, atronando en su ceguera de días, mientras lloraban su desventura cobijadas en los versos de un poema. 


Madrugada de calor espeso, humedecida en los pliegues de la piel, boqueando su sed en el marco de cielo que los ventanales prestaban a la oscuridad.
Afuera, sobre la era iluminada con el resplandor cernido de la noche, podía aventurarse la montonera de paja aventada la tarde anterior. 


Y el grano, apilado unos metros antes, cubierto con trazos de arpillera. El trillo quieto. 
La parva, removida. 
Y un calor seco, fuego negro en la noche, que invitaba a salir de las habitaciones y buscar una brizna de viento inexistente. 


Todo era silencio para ser paseado con las manos en los bolsillos. Todo era camino circular para recorrerlo, mirada fija en el suelo y hacer almoneda de cuanto se ha ido olvidando en los días perdidos. 

Y acaso la música de Cohen recorriéndote, como tantas veces lo hiciera hasta donde abarca el recuerdo, madrugadas de radio prohibida donde deteníamos el tiempo, abrazados a una noche que deseábamos eterna. 

O quedarte absorto, tus ojos anclados en un punto fijo, hasta que la mirada se nuble, los perfiles se confundan y empiecen los duendes a trepar por las enredaderas donde habitan los ensueños diurnos, mientras desmadejas con tus dedos un pelo crecido y la desgana te abandona y te trae palabras recordadas que tuvieron su eco en otro lugar, a la vez que ahuyentas las sombras que la melancolía te aproxima para que bailes con ellas, porque no deseas cerrar los ojos y abrirlos, otra vez, para encontrar tus manos acariciando el cuerpo nacarado de una penumbra. 

De un eclipse de tu propia vida.