sábado, 28 de julio de 2012

En la despedida


Era noche en octubre, va para los treinta. Acaso más. Las ranas de la desaparecida laguna, croaban doquiera el recuerdo. Era noche cuando entré por un portón, madera toda, a un patio grande, donde adiviné el silencio de una rueda de carro y buey. Era la casa, grandes lascas de piedra rectangular por cuyos ensambles huía el agua, solera de una cocina con un gran fuego, inexistente entonces, donde pasados los años pude ver cómo crepitaban las castañas. Era noche en octubre, cuando me detuve por vez primera en las arrugas de un rostro por donde había pasado la vida. O tal vez pasaba en su plenitud. Noche en la que me imanté a los azules de la miopía del sur, acento de tierra ida y al reclamo de un mandil, fondo claro sobre vestido en negro. Mirada curiosa de aldea. Dormí en una cama cuyo cabecero era hierro sobre pared. Blanca. Alta hasta alejar los pies del suelo. Y al amanecer del nuevo día, entretuve mi primer tiempo en el perezoso caminar de una enorme vaca rubia. Era octubre, pasada la noche en la que creí oír como croaban las ranas. Y un banco de piedra me prestó cobijo, para despuntar mis primeras palabras. Era todo bonhomía, que se iba por su boca de años, cuando todos éramos más jóvenes y la desventura aún no había llamado a su puerta. Y me contaba centenares de vivencias que con el tiempo hice mías. De los jabalíes destrozando maizales o de los jóvenes que marcharon a las Américas y volvieron presos de la melancolía. No llegué a conocer los secretos de su alambique. Inexistente. Mis ojos, curiosidad hecha impaciencia, buscaban su compañía para oírle referir las mil y una historia de aquella casa, hoy recuerdo todo que se aventa con sus sillares de piedra y sus maderas largas como los dedos de la ausencia. Y paseábamos por sus jardines de hortensias y tulipanes. Yo preso en la cadencia musical de sus palabras. El, acomodándose a mis chanzas. Y entrambos pasaron una veintena de años, hasta que decidió ir en busca del país de la luz, dejándome con el mutismo siempre grave de las piedras, cientos de años cómplices de una vida que aletarga sus días en la despedida. Era noche, va por marzo. Cuando se cerró la puerta, madera toda. Huelo su media sonrisa, en los arrabales del aguardiente blanco.

lunes, 9 de julio de 2012

El niño de Corfe


Nació en las colinas de la isla de Purbeck. Era conocido en los contornos como el niño que tenía los ojos azules como el mar azul. Habitó las entrañas en ruinas del castillo de Corfe y hay quien lo recuerda durmiendo durante años en los rincones de la piedra caída. Las noches de luna llena, paseaba el aire saludando a la vía Láctea y acaso por dilatar su tiempo hueco, contaba una a una las estrellas, a las que ponía nombres de árboles y animales. Como tantos otros niños, presos en los entramados de la vida, murió mientras pretendía hurtarle al firmamento el lucero del alba, enamorado como estaba de su resplandor de plata. Las gentes decían de él que estaba loco, porque en las claridades tempranas musicaba sin descanso una flauta china de bambú, tan bella que parecía mágica, afinada en sol, traída por un marino aventurero que tenía casa en la cercana villa de Poole. Siete agujeros, uno por cada día de la semana, en los que transitar con sus dedos de hueso y piel. Guardaba como tesoro cuatro monedas chinas, todas circulares, cuadrado hueco en su centro, con las que jugaba a las tres en raya. Se decía de él que había sido amamantado por una cierva e incluso hubo quien afirmó que en los anocheceres, se le había oído hablar con las paredes y los silencios del castillo de Corfe. Conocía como nadie los caminos de la nada, espacios vacíos por donde en otro tiempo caminara el rey Guillermo. Hay quien dice que tenía un ojo de cristal y otros afirmaban que era el reflejo del mar cuando una ola lo dejó varado en las arenas de Poole. Llegó a darse por cierto que habitó en los adentros de una ballena, por lo que en Swanage se le conocía como el pequeño Jonás. En verdad, durante las noches negras, había de permanecer en vigilia para no ser devorado por los cuervos que anidaban en las saeteras de Corfe. Y durante el día, se afirmaba de él que se transmutaba en el vuelo de un halcón bizco. Hay quien se pregunta cada día el por qué de los símbolos e incluso quien despierta en la noche inquieto por las reglas que rigen los colores del aire. El niño que tenía los ojos azules como el mar azul, era un pespunte en el lienzo. Una trazada del carbón. Una línea. Jamás preguntó interrogante alguno a la vida. Siempre tuvo claro que había que oscurecer la cara oculta de la luna. Privilegio de su vida. No necesitaba entender para gozar con las sombras.