Tenía los ojos pequeños, como avellanas, y un lunar en las orillas de los labios que conferían a su rostro una asimetría casi perfecta.
Llevaba una caracola en la frente, reflejo sin duda de su rebeldía amordazada y una larga trenza tejida con tres madejas terciadas de su pelo negro. Su mirada era esquiva, huidiza a veces. Iba desde posarse, ora en un recodo cualquiera del suelo, ora fija en un punto inexistente del infinito.
Y mientras escuchaba sin atreverse jamás a mirar la cara de nadie, doblaba con pulcritud las esquinas de su delantal, acto en el que había logrado una especial maestría. Hay quien la recuerda una vez sonriendo, sentada en el hueco que cuatro ramas de cerezo habían conformado en las entrañas del árbol y aseguran, quienes llegaron a conocerla, que salía música de su boca.
Borosa, marzo 2010.
Siempre pulcra, limpia, con un olor que alguno llamó de azahar. Tuvo un anillo de hojalata que perdió cuando sus dedos se alargaron y una vida habitada entre silencios de sus mayores, a los que dedicó su vida, toda, desde sus primeras labores en ayuda de su madre, quitando las hebras del canto a las judías antes de ponerlas a hervir, hasta desparramar el grano de trigo, unos pasos detrás de la vertedera en arado de su padre.
Tiempo más tarde, creí conocerla en las sombras de su cuerpo menudo sobre la pared encalada de la casa del Balcón, un pequeño triángulo oscuro, de perfiles nítidos. Ensimismada en la música que como regalo le ofrecía la vida del río, tan próximo, las esquinas de su delantal en perfectos dobladillos que una y otra vez hacía y deshacía, su cara a poniente, ojos cerrados, casi, tanto por la luz postrera del sol, cuanto por el paso circular de los años, tan pulcra, tan limpia, con aquél olor remedo de los naranjos en flor y con un rostro del que había desaparecido el lunar, perdido ahora entre cualesquiera de los pliegues en su piel, con su trenza blanca y los silencios, sentados en sus costados.
Y quiero recordar que salía música por sus labios. Y que las aguas del río sonreían. Y se adivinaba, aún, una caracola cana en su frente. O algo parecido.
Y mientras escuchaba sin atreverse jamás a mirar la cara de nadie, doblaba con pulcritud las esquinas de su delantal, acto en el que había logrado una especial maestría. Hay quien la recuerda una vez sonriendo, sentada en el hueco que cuatro ramas de cerezo habían conformado en las entrañas del árbol y aseguran, quienes llegaron a conocerla, que salía música de su boca.
Borosa, marzo 2010.
Siempre pulcra, limpia, con un olor que alguno llamó de azahar. Tuvo un anillo de hojalata que perdió cuando sus dedos se alargaron y una vida habitada entre silencios de sus mayores, a los que dedicó su vida, toda, desde sus primeras labores en ayuda de su madre, quitando las hebras del canto a las judías antes de ponerlas a hervir, hasta desparramar el grano de trigo, unos pasos detrás de la vertedera en arado de su padre.
Tiempo más tarde, creí conocerla en las sombras de su cuerpo menudo sobre la pared encalada de la casa del Balcón, un pequeño triángulo oscuro, de perfiles nítidos. Ensimismada en la música que como regalo le ofrecía la vida del río, tan próximo, las esquinas de su delantal en perfectos dobladillos que una y otra vez hacía y deshacía, su cara a poniente, ojos cerrados, casi, tanto por la luz postrera del sol, cuanto por el paso circular de los años, tan pulcra, tan limpia, con aquél olor remedo de los naranjos en flor y con un rostro del que había desaparecido el lunar, perdido ahora entre cualesquiera de los pliegues en su piel, con su trenza blanca y los silencios, sentados en sus costados.
Y quiero recordar que salía música por sus labios. Y que las aguas del río sonreían. Y se adivinaba, aún, una caracola cana en su frente. O algo parecido.
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