Tendría que pedirte disculpas, por acodarme entre tus palabras. Por hurtar el tiempo, tu tiempo, con mis aconteceres baldíos y situarlos entre tus archivos, a la espera del instante donde los ahueques y les sonrías, con las historias que te llegan desde éste lado del espejo.
Debería excusarme, quizá, por invadir tu silencio o por aventar las luníadas desde los pretiles rectos de mis acantilados y sonsacarte palabras entre compases de música, mi música, que siquiera es la tuya. Acaso, debiera ausentarme caminando las traviesas del tren, paso a paso camino del infinito, donde las paralelas se aúnan y el sol se repliega en un punto rojo que recuerda la doblez del abanico de cristal. Camarón en mi costado.
O tal vez debiera pedirte disculpas por invadir tu quietud con mis canastillos de símbolos. Con mis espirales que siempre quieren hablar de otra cosa.
Borosa, marzo 2010.
O con mis círculos de tiza caucasiana que buscan el terno de arco iris que las palabras tienen, cuando se desvisten de inviernos. Nada de cuanta nada tiene la vida, compartida entre lunes de ida y vuelta, camino del estío y con la sonrisa del que no lamenta nada. Sentado en las teclas de un piano, caminando entre blancos y negros. Huyendo de las diagonales del ajedrez, tan aburridas, porque la vida fue inventada para sorprendernos en cada instante, en cada soplido del alma, cuando aprendemos a querer en el envés de nuestras contradicciones, de nuestras silentes compañías. Y así las cosas, callamos cuanto queremos decir.
Cuanto necesitamos decir, aire de mi propio aire que abocamos para respirar, para conciliar el sueño entre palabras surgidas durante el día. Y muertas antes de ser dichas en la noche, para evitar el sonrojo que nuestro pudor provoca.
Porque somos vidas replegadas en nuestras oquedades y cuarteamos el tiempo entre silencios, que no son sino las sombras de nuestros propios vacíos, ensimismados y a la espera de que las dudas nos transiten y nos hagan sentir tan vulnerables, cuando bastara una brizna de aire nuevo para abrazar la plenitud, la dicha de quien comparte el agua para calmar la sed.
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