Compraba cuarto y mitad de horas perdidas en el mercadillo de los lunes, o las hurtaba del sueño, que tanto daba lo uno como lo otro.
Buscaba minutos, apenas, para bailar un tango en silencio con las palabras, a las que desnudaba de adjetivos tarareándole en los oídos.
Y sonreía, con la risa prestada del truhán que le hubiera gustado ser.
Buscaba quien le vendiese tiempo, para perderlo poco después, absorto en las orillas del río, dormitando con el arrullo del agua en su carrera cuesta abajo. Búsqueda inútil de la boca del mar.
Dulce y salado.
Buscaba cinco minutos robados en los arrabales de su vida, para ausentarse de cuanto le rodeaba, real o ficticio, y replegarse en si, tránsito por la oscuridad del recuerdo olvidado.
Y buscaba complicidades para palmear las entrañas del alma o acaso para revivirse entre sus propios silencios, tan queridos.
O para permanecer quieto, embelesado en la noche de luna tantas veces silueteada. Buscaba la pausa precisa, ésa que se deshila de los minutos y te adormece y te imagina bajando peldaños desde algún lugar, donde no recuerdas haber subido. Escaleras de un sueño del que despiertas en el borde del equilibrio roto, y te sorprendes viéndote en el revés de una frase que nunca has pronunciado, añorando la ausencia de palabras que te acerquen a la calma, al sosiego que merodea en los aledaños del descanso, donde habita la quietud. Alacenas repletas de necesarias soledades, donde el murmullo no tiene cabida, por no hablar de la palabra malhadada.
Buscaba, en suma, huecos donde esconderse para teclear los impulsos nacidos al socaire de una forma de sentir, tan necesaria para seguir mirando el punto donde se unen los perfiles del río, donde se pierden las aguas.
O donde se acaba la vida. Tal vez buscase quien pudiera comprenderle en sus vacíos, en sus anhelos, en sus miedos y en sus interrogantes.
O quien le prestase silencios a sus palabras por decir.
O, tal vez, buscaba a quiénes no quebrantasen su tiempo pidiendo luces para cuantas palabras nacieron en la oscuridad.
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