lunes, 9 de enero de 2012

Los ojos del sueño


Era tarde cuando la niña de ojos claros paseó sus bolsillos de mariposas por el bosque encantado.
La luz recortaba unas penumbras oblicuas en las sombras de la tierra, remedos de aquelarres idos.
La niña puso sus ojos en cada uno de los horizontes verticales que la rodeaban.
Ojos circulares y claros, de niña con mariposas en el bolsillo del bosque de Oma.
Los azules se tornaban grises mientras los violetas caminaban hacia el centro del universo.
La niña con ojos de bosque y mariposas encantadas, vació sus bolsillos de colores en el adiós de la atardecida, y los trece árboles sagrados sonrieron de espaldas.
Faltaban letras en el alfabeto de los símbolos y el mes de julio prestó sus pinares a la imaginación de una niña, risa toda, para que colorease el aire con sus recortes de papel.
El bosque se pobló de ojos y la música silbada fue saltando de rama en rama, hasta posarse en el anverso de unas manos delicadas, de niña de ojos grandes y claros, puestas en cruz, como veleta de plata en un alféizar descarnado.
Girando en el mismo lugar donde la luna se adentraba por las noches y con el silencio roto tras el graznido de un cuervo, cercana ya la calma plana de la aurora, la niña cabalgó sobre su propio haz de luz, crines del alba, allá a lo lejos, mientras el pisar desnudo sobre las primeras gotas de rocío, le hizo resbalar hacia el interior de un sueño.
Y bajó por espirales interminables de jacarandas, en rizos continuos de su pelo, hasta despertar sobre decenas de imaginarios centauros de papel. Y abrió sus ojos, grandes y claros, desde el pretil de su cama.
Encendió la luz.
El reloj marcaba cualquier hora puesta del revés en la madrugada. Sonriéndole a las sombras, arrebujaría su cuerpo entre sábanas de cristal.

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