Una conversación en medio de la tarde o de la noche. Unas imágenes borrosas, oscuras, difuminadas que te aparecen en mitad del sueño. Una servilleta con palabras inteligibles. Y un puñado de emociones que las despiertan poco a poco.
Quería amanecer la mañana. El sol peleaba inútilmente con la bruma, madejas de grises que humeaban la alborada. En las orillas de los ríos, gotas de rocío humedecían la hierba. El hombre de las varas de almendro tenía caballitos de mar en la cabeza. El día se tornaba gris. Todo lo más, deshilaba la tela de araña donde los azules permanecían ocultos. Alguna rendija de luz se aventuraba, allá a lo lejos, por donde la luna asoma su rostro en las anochecidas. Sonrió. Con la quietud de quien se sabe dueño del tiempo, el hombre que tenía alevillas en el cerebro y el recuerdo perdido, detuvo su caminar ante su balda de pinturas, ante su cristal colmado de pinceles. Cogió una de aquellas varas imposibles y con la paciencia de quien abre la puerta cuando la soledad llama, fue desnudándola en caracolas interminables. Pequeñas virutas que poblaban un suelo de ajedrez, hasta alfombrarlo de otoño con los sueños caídos. Sus dedos, toda una vida replegada en ellos, buscaban la suavidad perfecta. De cuando en vez, se alejaba para contemplarla, desnuda, vara de almendro vuelta a su mocedad. O la acercaba a su pecho, para olerla en su vida nueva. Y el universo se poblaba de mariposas blancas, cuando el almendro florecía en sus pinceles. Todo el arco iris en líneas rectas que anillaban sus brotes de vida. Espirales sin fin. Centenares de puntos diminutos que saltaban el vado de las ilusiones idas. El hombre de las varas imposibles se vestía de sonrisa. Y abría la ventana que daba al naciente. Y esperaba la luz del sol. A su lado, un perro pequeño como los días de su ocaso, bailaba en círculos interminables de gozo.
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