lunes, 30 de junio de 2014

Desperézame



Terciada la mitad, amigo de lo imposible. Caminamos rumbo a la cuesta abajo. La cumbre queda atrás. El resto de la vida. El aire lo tendremos en la cara. Por el mismo lugar donde las piedras enseñan a volar. Por ahí, bajaremos. Mientras que haya luz. 


Desperézame, antes de que el sol despierte los pies por donde se ausenta mi vida. Algo más de media vida transcurrida. O algo más de media muerte. Tanto da. Hay quien dice que las piedras le enseñaron a volar. A oír el silencio cuando la montaña calla. A lo lejos, los pájaros duermen en hileras de trinos descosidos. Desperézame, cuando se acerquen tus ojos a mirarme. Curiosidad verde en lustros de palabras amordazadas. Río abajo, el agua apenas murmulla su irse, camino va de la boca del mar. Saturno azul. Desperézame, antes que se rompa el bordón y pare la música. Cielo oscurecido. Porque quiero amanecer abrazado a tu sonrisa. Y recorrerte, piel abajo. Ahuyentado el sueño gris de las figuras en blanco y negro. Y detenerme en los pliegues de la edad, para recordarte cuando se agitaba el alma y las noches precedía las auroras de palabras titubeantes. Despiértame, cuando el sol bostece y el firmamento se torne en colores que anuncien el sueño de las estrellas. Porque querré sonreírte desde mis interrogantes o desde el ocaso de mis ensueños, ido el calor que alimentaba mis adentros en el tormento de los quereres ciegos. Cuando los pájaros duerman o el arroyo de temporada muestre su lecho seco. Desperézame, aunque sea tan sólo para avivarme de los desaires de la mar sobrevenida o del mutismo interminable de la noche sin aurora. Y entrégame un beso, acaso dos. Para hilar con su rueca el tiempo que ya no es, el espacio donde Penélope mira a Cefalonia, ventura de barcos que el oleaje distancia. Y atréveme a quererte o a recuperarte en el recuerdo, cuando sabía volar porque las piedras se ocuparon de enseñarme, en ausencia de hilos por donde tejer la maraña de mi propia vida. Las toses de Ariadna. Mi laberinto de palabras encontradas. Y el postigo que separa la luz de la sombra. La muerte de la vida. La esperanza, como una enredadera reverdecida.

lunes, 23 de junio de 2014

Doce años de vida


Alguna vez la voz se ahoga y las palabras nacen amedrentadas. Alguna vez tratas de palpar el hueco por el que se sale del laberinto. Y caminas a ciegas. Alguna vez, sólo alguna vez, repites una y mil veces los acordes de la misma canción.


En ausencia de nubes, la luna se sonrojó una noche de junio. Avergonzada de tanto. En el lado oculto, la niña de ojos azules como el agua clara del mar, apenas una docena de años transcurridos en su corta vida, jugaba a las tres en raya junto a las cinco esquinas de un castillo despedrado de toba. Aguada de ojos sobre una sonrisa con sabor a caramelos de menta. La niña que jugaba a las cinco esquinas con las caracolas del mar, tenía por muñecas las nueces verdes de un nogal, en cuya sombra buscaba cobijo a sus soledades. Iba vestida de alma blanca, con encajes en las solapas y tres botones de menos. Se abrigaba de nubes en el invierno y hablaba con las amapolas cuando la primavera ya era terciada. Había puesto nombre a cada una de sus sombras y buscaba la hora del ángelus para saltar a la comba con las siluetas de su propio cuerpo, tan menudo como las palabras que iba esquivando en sus conversaciones solitarias de media tarde. Tenía la niña una trenza que hombreaba a cada uno de sus lados, casi rubia, que adormecía junto a las margaritas en los estíos de siesta y fuego en el aire quedo. Era la niña pura soledad, acompañada de sus fantasías, de sus realidades inventadas o de sus compañías imposibles. Y toda la pradera para ella, desde la linde que marcaban los rosales de pitiminí hasta la curva circundada de almendros. El cielo azul por techo durante el día. Un ajedrez de tableros blanqueados por la noche. Y una mantita verde cosida con suspiros cuando los ayes no tienen amedrento. Era su vida una conversación interminable con el aleteo de los vencejos y cuatro o cinco huecos del año, poco menos, para sonreír desde los pretiles de la piedra afilada, vertical gris por donde rodaban los huesos de melocotón. Su historia era breve, como las doce líneas redondas del reloj de sol.

lunes, 16 de junio de 2014

Entre lunes


Entre lunes. Una canción repetida. Primero la ida del piano, la voz que te habla y las cuerdas de la guitarra, presas de una púa  puesta en diagonal. Los trates, trasteando recuerdos solitarios en otras noches, acaso iguales, de luna llena. Y los silencios, repitiendo ecos inexistentes. Las sonrisas esquivas. La vida, que se ausenta tras este remedo del pasado. Pasado escrito en páginas blancas. Abre la música y espera, sonriendo, a que rompa la mañana. Ve, sólo entonces, al corazón de la letra.



Vivía entre dos lunes, un suspiro traído por las sombras de la luna. Vivía entre anhelos de su misma vida, agua desaguada entre los dedos de sus manos. Cuenco vacío. Por decir, decía que atesoraba un gemido oculto en sus adentros, donde las ausencias se multiplicaban y el eco del silencio llamaba desde el agujero donde todas las formas se desfiguran. Inventaba presentes que no eran sino remedos del pasado. Recuperados para ausentar la realidad. Para airear su respiración y cercar la alegría, tan esquiva o tan propia. Y sonreía cuando, rota la mañana, el mirlo hablaba como si fuese el primer pájaro que habitase en la luz. Una luz diagonal, peñas abajo, quebrada entre rocas y pinares verticales. Luz y sombra de la misma torre poliédrica donde protegía su sentimiento, cobijo de una frase silabeada entre cuerdas de guitarra. Una música de otro tiempo. Era su vida un guión de Pirandello. Múltiples personajes en busca desesperada de autor. Burla repetida de lo propio. Y los días escapándose hacia el infinito, como millares de diminutos círculos concéntricos que conducen a la nada. O a la plenitud, donde la luz se esconde. Y surgen las tinieblas, andariegos perfiles de todas las dudas. Unas teclas de piano que dan vida a las emociones, al tecleado repetido que junta las manos sobre el alfabeto, apenas separadas por el lugar donde dormita el espacio. Y allí surgía su grito, la mañana hecha añicos tras los abrojos. Y la luz del cielo, azuleando su presente. Y esa vereda que marcha desprovista de verdes hacia algún sitio. Toda una promesa. Todo un futuro, preso al fin en las cinco esquinas de donde están hurtando las piedras. Mutismo de padre con hijos. Al cabo, circunloquios para no enloquecer en las preguntas sin respuesta. O tal vez, en respuestas que se hacen a preguntas que nunca debieron hacerse. Otra forma de verse en la vida, espectador mudo al paso de lo cotidiano.

domingo, 8 de junio de 2014

Cinco esquinas



Se aproxima el verano, con sus anochecidas de calor seco y sus enredaderas. Se aproximan las noches que se alargan bajo un cielo donde pueden contarse las estrellas. Incluso bailarlas en el pentagrama de una música recuperada. Presente que se torna futuro. O pasado que se recupera en presente. Se aproxima la necesidad de transitar la oscuridad. Y esperar las primeras luces del mañana. Quisiera que detuvieras tu mirada, los primeros compases de la música, en el entorno que la fotografía te regala. Sólo lo necesario, mientras la letra te espera. 


Amaneció cuando la mañana aún no era amanecida. La oscuridad circundaba sus cinco esquinas de silencios, paredes verticales donde colgar la percha de una noche mal dormida. Y crujían las estrellas en todo lo alto, abrazadas en figuras geométricas que a veces se daban la mano, mientras danzaban alrededor de una luna vestida con tules. En la lejanía próxima, desde los adentros de un álamo denso y enfermo, las cigarras anunciaban el verano, atronando en su ceguera de días, mientras lloraban su desventura cobijadas en los versos de un poema. Madrugada de calor espeso, humedecida en los pliegues de la piel, boqueando su sed en el marco de cielo que los ventanales prestaban a la oscuridad. Afuera, sobre la era iluminada con el resplandor cernido de la noche, podía aventurarse la montonera de paja aventada la tarde anterior. Y el grano, apilado unos metros antes, cubierto con trazos de arpillera. El trillo quieto. La parva, removida. Y un calor seco, fuego negro en la noche, que invitaba a salir de las habitaciones y buscar una brizna de viento inexistente. Todo era silencio para ser paseado con las manos en los bolsillos. Todo era camino circular para recorrerlo, mirada fija en el suelo y hacer almoneda de cuanto se ha ido olvidando en los días perdidos. Y acaso la música de Cohen recorriéndote, como tantas veces lo hiciera hasta donde abarca el recuerdo, madrugadas de radio prohibida donde deteníamos el tiempo, abrazados a una noche que deseábamos eterna. O quedarte absorto, tus ojos anclados en un punto fijo, hasta que la mirada se nuble, los perfiles se confundan y empiecen los duendes a trepar por las enredaderas donde habitan los ensueños diurnos, mientras desmadejas con tus dedos un pelo crecido y la desgana te abandona y te trae palabras recordadas que tuvieron su eco en otro lugar, a la vez que ahuyentas las sombras que la melancolía te aproxima para que bailes con ellas, porque no deseas cerrar los ojos y abrirlos, otra vez, para encontrar tus manos acariciando el cuerpo nacarado de una penumbra. De un eclipse de tu propia vida.

domingo, 1 de junio de 2014

Círculos de líneas rectas




Mayo. Un  nuevo mes que adormece en el año. Vamos terciando su mitad. Olvidándonos de los recuerdos que nos visitaron en él. Y lo hacemos, esta vez, acompañados por los sonidos del silencio y el estallido del color. Mientras que el cuerpo aguante y este rincón de lunes lo permita.




Vivía con una carpeta de recuerdos bajo el brazo, doblados por la mitad y amarilleados en los cantos por el trasiego de sus días. Atesoraba cuatro o cinco dibujos de atardeceres en blanco y negro, donde el sol era un grumo rojo, coloreado con el carmín de un beso. Vivía con la primavera por calzado y vestía ilusiones perdidas de manga larga. Tenía un sueño que utilizaba como sombrero de panamá y mostraba una sonrisa vertical por la que se ahuyentaba cuando la noche se convertía en cernadero donde resbalaba la melancolía. Tenía tres pasados inconfesables y una miopía que le hacía tropezar siempre en la misma ausencia. Miraba el cristal de los vasos vacíos y tosía en las madrugadas hasta dolerle el alma, por su espalda alta. Era capaz de dormir a la sombra de un ciprés sin pensar en la muerte y quizá la única persona  apta para extasiarse con el vuelo de una mariposa blanca. Nuestro hombre habitaba los interiores de una canción escrita en los ángulos rectos de las teclas de un piano y necesitaba el calor de los demás para respirar durante el día. Por la noche, despertaba en los tejidos deshilados de las nubes y besaba apasionadamente los labios fríos de la luna. Su realidad, perdida, le hacía habitar en un tiempo distinto, mientras trazaba círculos con líneas rectas en la espalda desnuda de una mujer, asomado siempre a la ventana de sus ojos verdes, remedo acaso del hurto hecho a los prados del noroeste para que una mano  acompañase las sombras de su vida. Huía de las voces para refugiarse en los pliegues prestados por los sonidos del silencio y pasaba horas muertas mirando libar las abejas en el interior de las flores. Dialogaba con las sombras de la pared y trepaba en los atardeceres hasta acariciar las pestañas del sol. Tenía una costilla por mástil donde ondeaban los rumores de su primera niñez y toda la tristeza de una caricia olvidada. No es que viviera en su ayer, sino que alimentaba su ahora con las emociones renacidas del pasado. Su vieja amiga, la oscuridad, gritaba entonces herida por la luz y su mañana era un soplo de ilusiones revividas.