domingo, 29 de enero de 2012

Vida de ida y vuelta.

Centenares de líneas quebradas subían por laderas del bosque de Oma. El niño las veía aparecer, desde arriba, toda su boca abierta y una sonrisa de lado a lado en su rostro. El niño permanecía sentado, los dedos anillando hierbas que flanqueaban su figura menuda. Aparecieron las cabezas cónicas de los titiriteros, vestidos de ajedrez, vadeando el monte de piruetas imposibles. Escenógrafos vegetales con sus aros cuadrados. Tras ellos, los zancudos de acrobacias gigantescas, sobre sus postes de madera, girando una y otra vez alrededor de su propia vida, vestidos de verde, entre verdes. Rodeados de una multitud de hombres bajos, con tamboriles cilíndricos de madera baqueteando su música de cabra y flauta. Subía el niño que carecía de estómago, con su libro inacabado bajo el brazo. Y unos metros más atrás, aquél que nunca tuvo nombre, masticando garbanzos secos. Subían, ladera arriba, los silbidos de las sabinas y tras ellos los duendes, tintineando sonajeros de conchas prestadas del mar. La multitud se acercaba al claro del bosque donde la luna se recostaba todas las madrugadas y el niño seguía, lados de su sonrisa anillada, con sus oídos sobre la tierra, adentrada su mocedad en las entrañas, hueco de luz con vaivenes de vida queda, mientras la claridad del sol se ocluía en un horizonte naranja, visible apenas. Llegaron flautas abrazadas a violonchelos y la música del bosque fue anudándose entre los árboles de  Oma, donde cientos de colores salpicaron la oscuridad hasta convertirla en un dodecaedro de espejos en el que el niño curioseaba con sus ojos redondos de vida. 
Bosque de Oma, Julio 2009

La luz se hizo fuego, para irse amainando con la ida, ladera abajo, de cuantos hicieron posible el sueño. Los azules espaciaron amarillos y una veladura de noche despedía desde lo alto al cortejo de otro tiempo, vistiendo de bruma el calvero del monte, donde el niño acabó dormido en un ensueño, desvanecido casi, con un pañuelo blanco en su mano. Marcharon los zancudos llevándose sus postes de madera, los equilibristas de lo imposible, los hombres bajos, los duendes, el niño que carecía de estómago con su libro inacabado y el que nunca tuvo nombre. Marcharon flautas y violonchelos y un silencio largo se fue ahuecando entre los colores del bosque, azuleando de luna la madrugada y de árboles que cobraron vida en los sueños del niño que anillaba su alma en la hierbecilla trenzada de su derredor. Velaron su ternura las imágenes de otro tiempo, que lo arroparon del frío y secaron las primeras gotas de la aurora. Las siluetas dibujadas se bajaron de sus árboles, cuando el niño de Oma dormía, y comenzaron una danza callada, casi quieta, que duró hasta que despuntaron las primeras luces del sol.

miércoles, 18 de enero de 2012

Añil



Nacen las palabras desde los huecos tapados de las flautas. Es la música del aire que sortea los colores del bosque de Oma.


Bosque de Oma, Julio 2009

Reparó en su edad cuando sorprendió a sus ojos entretenidos en los pliegues de un árbol. Observaba las hormigas, en sus idas y venidas, como se observa el presente cuando el futuro se torna incierto. Reparó en su edad y le dolió su miopía, toda, hasta que decidió sobrevivir boqueando el aire que buscó en el arbolado más próximo. Inmerso con frecuencia en sus recuerdos, se acompañaba de cierto desaliño torpe que le avejentaba y una tarde, rebuscando por los  descosidos de un abrigo donde se iban escondiendo los restos de diminutos lapiceros de color, acabó sacándole punta a la melancolía. Recuperó el aliento en un paisaje de pinos ausentados del sol y sombra de su propia vida, y sobre un fondo de verdes degradados, puso todo su empeño en huir de los silencios que le atormentaban, pintando franjas rojas, azules, amarillas y blancas. La vida, otrora gris, se tornaba ahora tan distinta, inmediato el aire que le aupaba al vértigo de un tiempo que debiera sobrevenirle. Aún. Y palmeó la mañana como quien palmea las manos en un amanecer frío. Y el vaho le hizo nido en unas manos por donde los huesos trataban de huir de la carne. Vestido de papel y disfrazado de huecograbado, encendió el penúltimo cigarrillo para acabar ahogado en su compás de toses. Hizo giros al desaliento y, en un momento de entusiasmo no contenido, abrazó uno a uno los árboles verticales de su futuro. Al fondo, la luna se ausentaba por las paredes de un cielo infinito hasta rozar las aceras de la noche. Había dejado su lágrima, disimulada, en los morados cercanos a la tierra y el reflejo de lo ignorado acabó poseyéndole con todo su desasosiego. Un escarabajo le hizo desconfiar de la felicidad y entonces corrió hasta las cortezas coloreadas de los árboles, acariciándolas repetidas veces hasta que la sangre acabó comiéndole sus dedos infantiles, tiñendo de púrpura los añiles desabrazados en la oscuridad.






lunes, 9 de enero de 2012

Los ojos del sueño


Era tarde cuando la niña de ojos claros paseó sus bolsillos de mariposas por el bosque encantado.
La luz recortaba unas penumbras oblicuas en las sombras de la tierra, remedos de aquelarres idos.
La niña puso sus ojos en cada uno de los horizontes verticales que la rodeaban.
Ojos circulares y claros, de niña con mariposas en el bolsillo del bosque de Oma.
Los azules se tornaban grises mientras los violetas caminaban hacia el centro del universo.
La niña con ojos de bosque y mariposas encantadas, vació sus bolsillos de colores en el adiós de la atardecida, y los trece árboles sagrados sonrieron de espaldas.
Faltaban letras en el alfabeto de los símbolos y el mes de julio prestó sus pinares a la imaginación de una niña, risa toda, para que colorease el aire con sus recortes de papel.
El bosque se pobló de ojos y la música silbada fue saltando de rama en rama, hasta posarse en el anverso de unas manos delicadas, de niña de ojos grandes y claros, puestas en cruz, como veleta de plata en un alféizar descarnado.
Girando en el mismo lugar donde la luna se adentraba por las noches y con el silencio roto tras el graznido de un cuervo, cercana ya la calma plana de la aurora, la niña cabalgó sobre su propio haz de luz, crines del alba, allá a lo lejos, mientras el pisar desnudo sobre las primeras gotas de rocío, le hizo resbalar hacia el interior de un sueño.
Y bajó por espirales interminables de jacarandas, en rizos continuos de su pelo, hasta despertar sobre decenas de imaginarios centauros de papel. Y abrió sus ojos, grandes y claros, desde el pretil de su cama.
Encendió la luz.
El reloj marcaba cualquier hora puesta del revés en la madrugada. Sonriéndole a las sombras, arrebujaría su cuerpo entre sábanas de cristal.