lunes, 31 de octubre de 2011

Caminando en la montaña

Arboles en la montaña 2011

Imágenes prestadas de un paisaje distante.
Desde las cumbres altas del Pirineo, donde vine para respirar el frío.
Con la sonrisa esquiva del isard, en laderas de roca húmeda y los bosques virando a colores imposibles, antes que la hoja desnude el tronco.
Escribo desde el silencio roto por el crepitar de un fuego que avivo, huecos de luz por donde escapa el humo. Tornasoles entre paredes de piedra.
Escribo desde la niebla, apenas lluvia que alimenta un suelo de hojarasca donde se esconden los hongos. Otra medida del tiempo.
A ti, que escondes tu sonrisa cuando principia el otoño y te repliegas en un gesto triste que ahoga tu lágrima.
O a ti, que escondes tu futuro en un torbellino de respuestas a preguntas que jamás te hicieron.
Tal vez a ti, que no te atreves a mirar los ojos que anidan en tu costado o quizá a ti, que vives replegado en un duermevela.
Escribo a cuantos quieren perder la voz en otoño.
A cuantos se abrigan con el ropaje gris de la melancolía o tal vez a ti, que sigues en las revueltas de un pasado desaparecido.
Acaso escriba a cuantos hacen de su vida recuerdo o a quienes decidieron ennegrecer el mañana, olvidando que cada día tiene su amanecida.
Su alborada diferente. Ignorando que cada cuándo tiene su aurora y su escarcha. Su quiebro de sol o su tul de niebla en minúsculos círculos de rocío.
Desdenes de mañanas que tienen su bocanada de vida y su ilusión en el bolsillo. Cada día es diferente del ayer y promesa nueva de cuanto aún no ha nacido.
A ti, que olvidas que cada cuánto renace un hálito nuevo.
Un tendedero de ilusiones hasta la puesta de sol.
Un puñado de arcilla que puedes modelar.
Un horizonte que aún no has caminado.
Y vives replegada en los adioses.
Vives abocado en los imposibles, desviviendo hojas no llegadas del calendario.
Escondido en un pentagrama.
Malviviendo en un tiempo ido.
Sin duda te escribo a ti, hueco de sombra que acompaña mi mañana.
Mi silueta postrada. Grises que asombran el suelo por donde camino.

martes, 25 de octubre de 2011

Con la nada en la espalda

Árboles en la montaña, 2011.

Tengo el cristal en blanco y la nada guarecida en la espalda.
Puedo decirte que llueve, y que se me hace ajeno este horizonte gris, tan próximo y tan distante ahora.
Puedo hablarte de los rayos de sol que, de cuando en vez, agrietan la oscuridad en diagonales de vida.
O de los restos de madera carcomidos por los insectos, postrados en un penúltimo hálito de lo que viviera en sus adentros.
Puedo hablarte del frío que se cierne con lentitud, tiempo a tiempo, mientras suenan las cuerdas del violín en vaivenes acompasados, como columpios de felicidad dormida.
Quizá pudiera hablarte de los días circulares que se avecinan, de la noche temprana y de la oscuridad nublada donde enmudecen las estrellas.
De cómo la prontitud de la noche convierte la vida en repliegues de uno mismo.
O del vigoroso influjo del silencio, ausente el canto de los pájaros, ahora mudos.
O acaso prefieras que te recuerde el olor de la tierra mojada y detenerte, acompañada, en el desvestirse de los verdes, camino de amarillos imposibles que se tornan pardos en sus postrimerías, cuando apenas resta vigor para sobrevivir los envites del viento y el suelo es cornucopia de vida yerta.
Hubiera cumplido quince años de no haber tenido cincuenta y tres.
Mis ojos se entornan y convierten cuanto escribo en una hilera de hormigas, borrosa por la pátina húmeda que otorga la melancolía.
Me dices que ha dejado de llover y miro al cielo oscuro y adivino guedejas de nubes blancas, perdidas al socaire de un viento calmo que arrió las ilusiones en remolinos idos.
Quieta el alma, embridada, de recuerdos llena.
Comienza el año con la música de un otoño renacido.
Casi nuevo. Donde el alba sobrevivirá a la escarcha y nosotros habremos de romper los cristales del hielo.
Soplando los rescoldos del fuego.

lunes, 17 de octubre de 2011

Un día de otoño.


Árboles en la montaña, 2011.

Quería hablarte de los árboles en la montaña.
De cómo el otoño se agosta y los verdes gritan su sed, octubre adelante.
Quería hablarte del aire azul, del cielo claro y del silencio apenas quebrado por el crujir de la hierba seca.
Quería hablarte de todo eso y del sol, recostándose sobre los perfiles lejanos de la sierra. Oscureciéndonos.
Pero un hilo de luz repleto de golondrinas me trajo la cábala con su redondez perfecta.
Y en múltiplos de cinco encontré su ausencia toda. Moneda de tiniebla y luz, me dicen las voces que me hablan.
Que me cuentan cuando hubo tarde y hubo mañana.
Allá, por el principio del todo. Y multipliqué por cuatro para reparar en aquél otro, tan semejante al que escribo, principiando Vivaldi sus estaciones.
Y heme aquí, tecleando recuerdos para acercar su risa.
Una tarde cualquiera del mes. Sentando su partida a mi lado y acompañado de su bonhomía.
Entre ramas que ennegrecen el horizonte y arboledas que dormitan los amarillos distantes que quieren anaranjearse.
Perdido el resplandor de cuando naciera su luz.
Recuperándolo, en los pespuntes apenas enhebrados de mi memoria, ahora que he recobrado la cimbra del humo para imaginar siluetas.
Ahora que los pájaros no quieren abrir la puerta a la lluvia y siguen con su música de falsa primavera.
Ahora, que el tiempo mastica idas cada vez con mayor premura mientras yo, sentado en un pretil cualquiera, bamboleo mis pies en el vacío al ritmo que marcan las teclas repetidas del mismo piano.
Enredadera del ayer que me aleja del ahora.
Sombras que habitan sin luz que las alimente. Ausencias que roban el aire.
Azar, florecilla blanca a la que hurtaron la consonante para dejar sin aroma sus cidros.
Un día de otoño.

lunes, 10 de octubre de 2011

Huyendo de las palabras.

Árboles en la montaña, 2011.

Sonreía, cuando las dudas lo rodeaban y las palabras enmudecían en sus cilindros de cristal. Bajaba los ojos para escapar de la luz de los verdes.
Y musitaba apenas monosílabos entrecortados entre los vaivenes de una música inventada. Buscaba la felicidad un paso detrás del otro, entre bosques que olían a mañanas por nacer.
Allí encontraba las respuestas, yertas al cobijo de un árbol caído.
Y hacía círculos en la tierra con una rama quebrada.
La vida, postrada en las umbrías.
Toda la sabiduría.
Quieta.
Y el paso de los años, en briznas que iban pudriéndose en su derredor. Mientras un bosque de savia nueva, por donde apenas transitaba el sol, rodeaba su cuerpo recostado.
Sus ojos fijos, en un horizonte próximo que iba tornándose gris, laderas arriba.
Rostros de perfil, que iban difuminándose con la pátina rósea del ocaso.
Era feliz en el silencio, a solas con los silbidos tenues de la arboleda.
Con el trino descuidado de los pájaros, escondidos entre la fronda espesa
O tal vez perdidos. Reía con la agilidad nerviosa y huidiza de las ardillas e interrogaba la mirada curiosa de los ciervos, sedientos en su tránsito.
Era el bosque caído un libro abierto con las páginas en sepia y las esquinas por doblar. Turbado por los sonidos de la naturaleza.
Abstraído en los claroscuros que delimitaba una raya imprecisa de luces y sombras, mientras el tiempo lo envolvía en bienestares fortuitos.
Escapando de las interrogantes.
Disfrutando del lento transcurrir de los segundos, en plétora con su presente, allí, donde el pasado se había ausentado y el futuro estaba por llegar.
Como su propia vida. Compartida con cuantas plenitudes quisieran acercársele. Y permanecía absorto en los quehaceres de una minúscula araña, interior de un árbol por donde corrían las hormigas.
Idas y venidas hacia lo cierto.

lunes, 3 de octubre de 2011

El loco del claro de luna


Árboles en la montaña, 2011

Vivía en el interior de su propia sombra, a veces tumbado bajo la luz de un candil por donde hilaba el aceite, cuesta abajo; a veces dormido como un alfil sobre las diagonales de un damero, juego de ajedrez al que le habían hurtado las torres.
Siempre fue arlequín.
En blanco y negro.
Otras veces, trepaba por el rodapié, según la luz que el fuego le prestase desde los últimos rescoldos de su lumbre, cabo del día.
Y hay quien dice fue capaz de proyectar su sombra alguna vez, pared arriba, hasta quebrarse en ángulos muertos allí donde habitaban las telarañas.
Era un tipo raro, con un lunar en la espalda y cientos de garabatos escritos en servilletas de papel, donde culebreaban palabras que más tarde no sabía leer.
Alguna vez lo vieron habitar en un haz de luz, por donde reptaba rodeado de minúsculas partículas de polvo, hasta arrebujarse en la oscuridad y verse abrazado por los personajes imaginados en sus silencios.
Pese a todo, tenía ojos negros y una mirada por donde transitaba la claridad, que recordaba los primeros amaneceres de la primavera, cuando despierta tras los trinos, oscuros y tristes, de los ruiseñores.
Quiso vivir en un claro de luna y poseía doblada una ilusión en el saquillo que, cada amanecer, desdoblaba para oír el oleaje solitario del mar.
Sonrisa todo, miraba hacia el infinito arqueando sus cejas y permanecía quedo en un punto imaginado, a veces rasgo nítido, con quien llegaba a dialogar procurando el sigilo en su derredor.
Convencido entonces del aserto, jalonaba la tierra con ilusiones que nunca se le antojaron quimeras.
Dije alguna vez que perdí su rastro en cualesquiera de las anochecidas, cuando se adentró en el hueco de un árbol, convencido de encontrar allí el camino que le permitiera robar el lucero del alba a las estrellas.