miércoles, 23 de mayo de 2012

El laberinto de la luciérnaga

 Old Harry rock (Inglaterra) febrero 2011..

Sentada en el ángulo recto de su primera vida, piernas colgadas al vacío, al precipicio de las dudas, como un alfanhuí de cartón repujado al criterio del viento. Su vida, centenares de lecturas desleídas conforme fue viviendo del revés, libro a libros precipitados al mar, con todas sus historias dentro y sus miles de personajes mudos saltando olas que rompían desoladas toda su furia contra la piedra blanca. La espuma del agua llegaba a cosquillearle la planta de los pies mientras su vida, otra vez su vida, vaciaba sentimientos, vomitados casi, recordando las horas perdidas entre las camelias de sus paisajes, olvidados ahora. Y la música de abajo, como un acordeón. Arrullando las palabras intuidas cuando cerraba sus ojos a la lluvia caída desde un cielo vestido de cenizas. Y el vértigo, caracolas en el estómago, los pies colgando a batiente, y sus manos apoyadas en la hierba mojada, su cuerpo recostado y la cara ofrecida al aire del oeste, boca entreabierta sorbiendo el agua que repiqueteaba su cara menuda, su cara de niña apenas nacida a una vida que ya se le hacía interminable, con su media sonrisa harta de estancias oscuras en las que se había perdido la luz. La vida de la mar convertida en furia. Otrora calma que remansaba en un horizonte vertical casi infinito. Y ella, todos sus silencios rumiados con los pies desnudos, colgados a la nada, o al comienzo del todo. Un cuerpo reclinado que intuía los impulsos de rabia, harta de buscarle respuesta a las interrogantes que se cernían en su cuerpo pequeño, en sus ojos de vidrio, lluvia y lágrima hermanadas en la cuenca de sus ojos, en los que jugaba al aro una sonrisa intermitente, recuperada de los recuerdos aniñados cuando sabía ver los colores de todas las frutas e indagaba en la luz que provocaba la sombra redonda por donde trepaban minúsculas briznas de polvo. Aterrorizada por el silencio interminable de su interior. Apenas una veintena de años, alejada del lugar donde vuelan las mariposas. Allí donde las ilusiones quedan atrapadas en una tela de araña. En un remolino de aguas. Y el vacío, caracolas en el estómago, proponiéndole un mañana de luz y vida recobrada, luz del cabo.

sábado, 19 de mayo de 2012

El laberinto de la luciérnaga

 Old Harry rock (Inglaterra) febrero 2011..

Sentada en el ángulo recto de su primera vida, piernas colgadas al vacío, al precipicio de las dudas, como un alfanhuí de cartón repujado al criterio del viento. Su vida, centenares de lecturas desleídas conforme fue viviendo del revés, libro a libros precipitados al mar, con todas sus historias dentro y sus miles de personajes mudos saltando olas que rompían desoladas toda su furia contra la piedra blanca. La espuma del agua llegaba a cosquillearle la planta de los pies mientras su vida, otra vez su vida, vaciaba sentimientos, vomitados casi, recordando las horas perdidas entre las camelias de sus paisajes, olvidados ahora. Y la música de abajo, como un acordeón. Arrullando las palabras intuidas cuando cerraba sus ojos a la lluvia caída desde un cielo vestido de cenizas. Y el vértigo, caracolas en el estómago, los pies colgando a batiente, y sus manos apoyadas en la hierba mojada, su cuerpo recostado y la cara ofrecida al aire del oeste, boca entreabierta sorbiendo el agua que repiqueteaba su cara menuda, su cara de niña apenas nacida a una vida que ya se le hacía interminable, con su media sonrisa harta de estancias oscuras en las que se había perdido la luz. La vida de la mar convertida en furia. Otrora calma que remansaba en un horizonte vertical casi infinito. Y ella, todos sus silencios rumiados con los pies desnudos, colgados a la nada, o al comienzo del todo. Un cuerpo reclinado que intuía los impulsos de rabia, harta de buscarle respuesta a las interrogantes que se cernían en su cuerpo pequeño, en sus ojos de vidrio, lluvia y lágrima hermanadas en la cuenca de sus ojos, en los que jugaba al aro una sonrisa intermitente, recuperada de los recuerdos aniñados cuando sabía ver los colores de todas las frutas e indagaba en la luz que provocaba la sombra redonda por donde trepaban minúsculas briznas de polvo. Aterrorizada por el silencio interminable de su interior. Apenas una veintena de años, alejada del lugar donde vuelan las mariposas. Allí donde las ilusiones quedan atrapadas en una tela de araña. En un remolino de aguas. Y el vacío, caracolas en el estómago, proponiéndole un mañana de luz y vida recobrada, luz del cabo.

domingo, 6 de mayo de 2012

El árbol sin sombra

 Sudáfrica, Julio 2010.

Despertó, sin saber que los vientos de la noche le habían hurtado su sombra. Los primeros rayos del sol le mostraron su desnudez, toda. Y sintió frío. Al cabo, soledad más allá de la que acompañaba su derredor, umbría circular con quien dialogaba en los interminables días del estío. Giró repetidas veces sus ojos, buscando algún punto de luz tardía en el cielo. Pero no había nada. El horizonte, todo lo más, azul más arriba doquiera la tierra se precipitaba al vacío. Y poco menos que nada. Raíces desvestidas por donde seguir la huída del tiempo. La nada. Sin poder iniciar la carrera siquiera, preso de su libertad enraizada, sintió en la frondosidad de sus ramas toda la angustia de cuantos perciben haber perdido la luz en los confines del alma. Las sombras habían desaparecido con la noche. A sus pies. Y a lo lejos, sólo voces que no podía ver, golpeando sobre la espalda del viento. Un lamento repetido. Ondas graves de invertidas interrogantes. La rueda de un carro. Todo era plano en su inmensidad vacía. Su vida en círculo y las voces que llegaban del más allá, enloqueciendo, en espirales repetidas. Le habían robado su sombra, acaso un soplo en una noche malquerida. Quizá la búsqueda de una vida nueva. Tal vez una huída. Suficiente para sentirse sin el cobijo de un aleluya. Arropado con los silencios que siguieron a los cantos que venían desde lejos. Un árbol sin sombra. Ya no eran dos, sino uno. Mismidad en verdes y negros a los que faltaba un suelo de palabras nunca dichas. Y el grito llegó hasta los confines de la tierra habitada por hombres. Porque le habían hurtado su sombra. Y sintió como la misma vida se le iba yendo tras las voces mudas. Insistentes círculos de gritos que ocultaban lágrimas, desesperación con la que asombrarse. Con la que despedirse de las cosas jamás pronunciadas. Fantasmas que le acuciaban en dos filas de murmullos ordenados. Gritos negros sobre luces amarillas que venían del sol. Pesadilla de un sueño al que le faltaba el aire. La luz sin la sombra. Absurdo universo de incomprensibles verdades a medias. Y el horizonte se pobló de voces negras. Repetidas voces negras en su lamento de siglos. Calladas.