Vivía entre dos lunes, un suspiro traído por las sombras de la luna.
Vivía entre anhelos de su misma vida, agua desaguada entre los dedos de sus manos. Cuenco vacío.
Por decir, decía que atesoraba un gemido oculto en sus adentros, donde las ausencias se multiplicaban y el eco del silencio llamaba desde el agujero donde todas las formas se desfiguran.
Inventaba presentes que no eran sino remedos del pasado. Recuperados para ausentar la realidad. Para airear su respiración y cercar la alegría, tan esquiva o tan propia.
Y sonreía cuando, rota la mañana, el mirlo hablaba como si fuese el primer pájaro que habitase en la luz.
Una luz diagonal, peñas abajo, quebrada entre rocas y pinares verticales.
Luz y sombra de la misma torre poliédrica donde protegía su sentimiento, cobijo de una frase silabeada entre cuerdas de guitarra. Una música de otro tiempo.
Era su vida un guión de Pirandello. Múltiples personajes en busca desesperada de autor. Burla repetida de lo propio. Y los días escapándose hacia el infinito, como millares de diminutos círculos concéntricos que conducen a la nada.
O a la plenitud, donde la luz se esconde. Y surgen las tinieblas, andariegos perfiles de todas las dudas. Unas teclas de piano que dan vida a las emociones, al tecleado repetido que junta las manos sobre el alfabeto, apenas separadas por el lugar donde dormita el espacio. Y allí surgía su grito, la mañana hecha añicos tras los abrojos. Y la luz del cielo azuleando su presente.
Y esa vereda que marcha desprovista de verdes hacia algún sitio. Toda una promesa. Todo un futuro, preso al fin en las cinco esquinas de donde están hurtando las piedras. Mutismo de padre con hijos. Al cabo, circunloquios para no enloquecer en las preguntas sin respuesta.
O tal vez, en respuestas que se hacen a preguntas que nunca debieron hacerse.
Otra forma de verse en la vida, espectador mudo al paso de lo cotidiano.
Vivía entre anhelos de su misma vida, agua desaguada entre los dedos de sus manos. Cuenco vacío.
Por decir, decía que atesoraba un gemido oculto en sus adentros, donde las ausencias se multiplicaban y el eco del silencio llamaba desde el agujero donde todas las formas se desfiguran.
Inventaba presentes que no eran sino remedos del pasado. Recuperados para ausentar la realidad. Para airear su respiración y cercar la alegría, tan esquiva o tan propia.
Y sonreía cuando, rota la mañana, el mirlo hablaba como si fuese el primer pájaro que habitase en la luz.
Una luz diagonal, peñas abajo, quebrada entre rocas y pinares verticales.
Luz y sombra de la misma torre poliédrica donde protegía su sentimiento, cobijo de una frase silabeada entre cuerdas de guitarra. Una música de otro tiempo.
Era su vida un guión de Pirandello. Múltiples personajes en busca desesperada de autor. Burla repetida de lo propio. Y los días escapándose hacia el infinito, como millares de diminutos círculos concéntricos que conducen a la nada.
O a la plenitud, donde la luz se esconde. Y surgen las tinieblas, andariegos perfiles de todas las dudas. Unas teclas de piano que dan vida a las emociones, al tecleado repetido que junta las manos sobre el alfabeto, apenas separadas por el lugar donde dormita el espacio. Y allí surgía su grito, la mañana hecha añicos tras los abrojos. Y la luz del cielo azuleando su presente.
Y esa vereda que marcha desprovista de verdes hacia algún sitio. Toda una promesa. Todo un futuro, preso al fin en las cinco esquinas de donde están hurtando las piedras. Mutismo de padre con hijos. Al cabo, circunloquios para no enloquecer en las preguntas sin respuesta.
O tal vez, en respuestas que se hacen a preguntas que nunca debieron hacerse.
Otra forma de verse en la vida, espectador mudo al paso de lo cotidiano.
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