En ausencia de nubes, la luna se sonrojó una noche de junio. Avergonzada de tanto.
En el lado oculto, la niña de ojos azules como el agua clara del mar, apenas una docena de años transcurridos en su corta vida, jugaba a las tres en raya junto a las cinco esquinas de un castillo despedrado de toba.
Aguada de ojos sobre una sonrisa con sabor a caramelos de menta. La niña que jugaba a las cinco esquinas con las caracolas del mar, tenía por muñecas las nueces verdes de un nogal, en cuya sombra buscaba cobijo a sus soledades.
Iba vestida de alma blanca, con encajes en las solapas y tres botones de menos. Se abrigaba de nubes en el invierno y hablaba con las amapolas cuando la primavera ya era terciada.
Había puesto nombre a cada una de sus sombras y buscaba la hora del ángelus para saltar a la comba con las siluetas de su propio cuerpo, tan menudo como las palabras que iba esquivando en sus conversaciones solitarias de media tarde.
Tenía la niña una trenza que hombreaba a cada uno de sus lados, casi rubia, que adormecía junto a las margaritas en los estíos de siesta y fuego en el aire quedo.
Era la niña pura soledad, acompañada de sus fantasías, de sus realidades inventadas o de sus compañías imposibles. Y toda la pradera para ella, desde la linde que marcaban los rosales de pitiminí hasta la curva circundada de almendros.
El cielo azul por techo durante el día. Un ajedrez de tableros blanqueados por la noche.
Y una mantita verde cosida con suspiros cuando los ayes no tienen amedrento. Era su vida una conversación interminable con el aleteo de los vencejos y cuatro o cinco huecos del año, poco menos, para sonreír desde los pretiles de la piedra afilada, vertical gris por donde rodaban los huesos de melocotón.
Su historia era breve, como las doce líneas redondas del reloj de sol.
Aguada de ojos sobre una sonrisa con sabor a caramelos de menta. La niña que jugaba a las cinco esquinas con las caracolas del mar, tenía por muñecas las nueces verdes de un nogal, en cuya sombra buscaba cobijo a sus soledades.
Iba vestida de alma blanca, con encajes en las solapas y tres botones de menos. Se abrigaba de nubes en el invierno y hablaba con las amapolas cuando la primavera ya era terciada.
Había puesto nombre a cada una de sus sombras y buscaba la hora del ángelus para saltar a la comba con las siluetas de su propio cuerpo, tan menudo como las palabras que iba esquivando en sus conversaciones solitarias de media tarde.
Tenía la niña una trenza que hombreaba a cada uno de sus lados, casi rubia, que adormecía junto a las margaritas en los estíos de siesta y fuego en el aire quedo.
Era la niña pura soledad, acompañada de sus fantasías, de sus realidades inventadas o de sus compañías imposibles. Y toda la pradera para ella, desde la linde que marcaban los rosales de pitiminí hasta la curva circundada de almendros.
El cielo azul por techo durante el día. Un ajedrez de tableros blanqueados por la noche.
Y una mantita verde cosida con suspiros cuando los ayes no tienen amedrento. Era su vida una conversación interminable con el aleteo de los vencejos y cuatro o cinco huecos del año, poco menos, para sonreír desde los pretiles de la piedra afilada, vertical gris por donde rodaban los huesos de melocotón.
Su historia era breve, como las doce líneas redondas del reloj de sol.
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