Mayo. Un nuevo mes que adormece en el año. Vamos terciando su mitad. Olvidándonos de los recuerdos que nos visitaron en él. Y lo hacemos, esta vez, acompañados por los sonidos del silencio y el estallido del color. Mientras que el cuerpo aguante y este rincón de lunes lo permita.
Vivía con una carpeta de recuerdos bajo el brazo, doblados por la mitad y amarilleados en los cantos por el trasiego de sus días. Atesoraba cuatro o cinco dibujos de atardeceres en blanco y negro, donde el sol era un grumo rojo, coloreado con el carmín de un beso. Vivía con la primavera por calzado y vestía ilusiones perdidas de manga larga. Tenía un sueño que utilizaba como sombrero de panamá y mostraba una sonrisa vertical por la que se ahuyentaba cuando la noche se convertía en cernadero donde resbalaba la melancolía. Tenía tres pasados inconfesables y una miopía que le hacía tropezar siempre en la misma ausencia. Miraba el cristal de los vasos vacíos y tosía en las madrugadas hasta dolerle el alma, por su espalda alta. Era capaz de dormir a la sombra de un ciprés sin pensar en la muerte y quizá la única persona apta para extasiarse con el vuelo de una mariposa blanca. Nuestro hombre habitaba los interiores de una canción escrita en los ángulos rectos de las teclas de un piano y necesitaba el calor de los demás para respirar durante el día. Por la noche, despertaba en los tejidos deshilados de las nubes y besaba apasionadamente los labios fríos de la luna. Su realidad, perdida, le hacía habitar en un tiempo distinto, mientras trazaba círculos con líneas rectas en la espalda desnuda de una mujer, asomado siempre a la ventana de sus ojos verdes, remedo acaso del hurto hecho a los prados del noroeste para que una mano acompañase las sombras de su vida. Huía de las voces para refugiarse en los pliegues prestados por los sonidos del silencio y pasaba horas muertas mirando libar las abejas en el interior de las flores. Dialogaba con las sombras de la pared y trepaba en los atardeceres hasta acariciar las pestañas del sol. Tenía una costilla por mástil donde ondeaban los rumores de su primera niñez y toda la tristeza de una caricia olvidada. No es que viviera en su ayer, sino que alimentaba su ahora con las emociones renacidas del pasado. Su vieja amiga, la oscuridad, gritaba entonces herida por la luz y su mañana era un soplo de ilusiones revividas.
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