jueves, 1 de noviembre de 2012

Los ojos del pintor


Caminaba buscando el ocaso, una forma de ir hacia el oeste con las manos vacías. Caminaba al amparo de los robledales, de la fronda verde del bosque, al cobijo de los vientos fríos que llegaban del norte. 
Su mirada en el horizonte, allí donde el camino se torna apenas un señuelo extraído del paisaje. Sonreía con el vuelo de las mariposas en los claroscuros y hurgaba en el musgo de los árboles buscando su extraviada rosa de los vientos. 
Silenciaba los murmullos de los pájaros, distraído con las orugas que cruzaban el camino. 
Soñaba en los recodos con las hadas de tules róseos y alguna vez quedó dormido en los acordes de una voz de mujer, imaginada siempre. Era un solitario, que leía novelas con las páginas boca abajo. Un pintor de las sombras que los árboles recortaban en el suelo. 
En el éxtasis, se despojaba de su miopía para ver tan sólo las manchas de color y los contornos de las maderas viejas, que coloreaba de azul en su imaginación de poeta, por renegar del negro. El universo de los verdes, inexistentes en su paleta de pintor. 
Panorámica arqueada de magentas, amarillos y azules, entremezclados todos. Hubiera deseado vivir en una bohemia que desconocía y poseer el don de hablar con los duendes del bosque. Descomponía los cuadros hasta dejar blanco en el lienzo, para repetirlos en su mente de niño travieso y extasiarse con la parsimonia en el secado del aceite de linaza, que contemplaba desde el envés. 
Manchaba entonces sus manos con amarillo cogido de las margaritas, una pizca del azul de sus ojos, y cuando el estallido de verdes se aventuraba, pellizcaba un punto magenta prestado del sol, para sonreír en el anochecer que viraba entonces en violeta. 
Era su mundo de ilusiones, donde quebraba los colores con el blanco de las auroras, en las que acomodaba la planta de sus pies, desnudos a la tierra por donde respiraba la vida. Y seguía caminando, con la referencia de la oscuridad que dejaba a su espalda, la vista puesta en el último pabilo de luz, allá, a lo lejos. 
Mientras el bosque dormitaba, principiando la noche y él se aventuraba unos metros más, andando entre tinieblas, casi. Rodeado de carcajadas que buscaban burlas.

sábado, 28 de julio de 2012

En la despedida


Era noche en octubre, va para los treinta. Acaso más. Las ranas de la desaparecida laguna, croaban doquiera el recuerdo. Era noche cuando entré por un portón, madera toda, a un patio grande, donde adiviné el silencio de una rueda de carro y buey. Era la casa, grandes lascas de piedra rectangular por cuyos ensambles huía el agua, solera de una cocina con un gran fuego, inexistente entonces, donde pasados los años pude ver cómo crepitaban las castañas. Era noche en octubre, cuando me detuve por vez primera en las arrugas de un rostro por donde había pasado la vida. O tal vez pasaba en su plenitud. Noche en la que me imanté a los azules de la miopía del sur, acento de tierra ida y al reclamo de un mandil, fondo claro sobre vestido en negro. Mirada curiosa de aldea. Dormí en una cama cuyo cabecero era hierro sobre pared. Blanca. Alta hasta alejar los pies del suelo. Y al amanecer del nuevo día, entretuve mi primer tiempo en el perezoso caminar de una enorme vaca rubia. Era octubre, pasada la noche en la que creí oír como croaban las ranas. Y un banco de piedra me prestó cobijo, para despuntar mis primeras palabras. Era todo bonhomía, que se iba por su boca de años, cuando todos éramos más jóvenes y la desventura aún no había llamado a su puerta. Y me contaba centenares de vivencias que con el tiempo hice mías. De los jabalíes destrozando maizales o de los jóvenes que marcharon a las Américas y volvieron presos de la melancolía. No llegué a conocer los secretos de su alambique. Inexistente. Mis ojos, curiosidad hecha impaciencia, buscaban su compañía para oírle referir las mil y una historia de aquella casa, hoy recuerdo todo que se aventa con sus sillares de piedra y sus maderas largas como los dedos de la ausencia. Y paseábamos por sus jardines de hortensias y tulipanes. Yo preso en la cadencia musical de sus palabras. El, acomodándose a mis chanzas. Y entrambos pasaron una veintena de años, hasta que decidió ir en busca del país de la luz, dejándome con el mutismo siempre grave de las piedras, cientos de años cómplices de una vida que aletarga sus días en la despedida. Era noche, va por marzo. Cuando se cerró la puerta, madera toda. Huelo su media sonrisa, en los arrabales del aguardiente blanco.

lunes, 9 de julio de 2012

El niño de Corfe


Nació en las colinas de la isla de Purbeck. Era conocido en los contornos como el niño que tenía los ojos azules como el mar azul. Habitó las entrañas en ruinas del castillo de Corfe y hay quien lo recuerda durmiendo durante años en los rincones de la piedra caída. Las noches de luna llena, paseaba el aire saludando a la vía Láctea y acaso por dilatar su tiempo hueco, contaba una a una las estrellas, a las que ponía nombres de árboles y animales. Como tantos otros niños, presos en los entramados de la vida, murió mientras pretendía hurtarle al firmamento el lucero del alba, enamorado como estaba de su resplandor de plata. Las gentes decían de él que estaba loco, porque en las claridades tempranas musicaba sin descanso una flauta china de bambú, tan bella que parecía mágica, afinada en sol, traída por un marino aventurero que tenía casa en la cercana villa de Poole. Siete agujeros, uno por cada día de la semana, en los que transitar con sus dedos de hueso y piel. Guardaba como tesoro cuatro monedas chinas, todas circulares, cuadrado hueco en su centro, con las que jugaba a las tres en raya. Se decía de él que había sido amamantado por una cierva e incluso hubo quien afirmó que en los anocheceres, se le había oído hablar con las paredes y los silencios del castillo de Corfe. Conocía como nadie los caminos de la nada, espacios vacíos por donde en otro tiempo caminara el rey Guillermo. Hay quien dice que tenía un ojo de cristal y otros afirmaban que era el reflejo del mar cuando una ola lo dejó varado en las arenas de Poole. Llegó a darse por cierto que habitó en los adentros de una ballena, por lo que en Swanage se le conocía como el pequeño Jonás. En verdad, durante las noches negras, había de permanecer en vigilia para no ser devorado por los cuervos que anidaban en las saeteras de Corfe. Y durante el día, se afirmaba de él que se transmutaba en el vuelo de un halcón bizco. Hay quien se pregunta cada día el por qué de los símbolos e incluso quien despierta en la noche inquieto por las reglas que rigen los colores del aire. El niño que tenía los ojos azules como el mar azul, era un pespunte en el lienzo. Una trazada del carbón. Una línea. Jamás preguntó interrogante alguno a la vida. Siempre tuvo claro que había que oscurecer la cara oculta de la luna. Privilegio de su vida. No necesitaba entender para gozar con las sombras.


jueves, 21 de junio de 2012

Los perfiles del agua

Bournemouth (Inglaterra) febrero 2011


Paseaba cogido de la mano a un sueño. Sujeto a un garabato trazado en el aire. Caminaba, abrazado a lo que sólo era una silueta imaginada. Y cada día, en el mismo instante, surgía el sol como cáscara de naranja, en el mismo lugar, a lo lejos, amarilleando azules apenas diferentes, allí donde la vista alcanza y confunde una línea intangible que siempre se torna en horizonte. Paseaba siempre con las primeras luces de la mañana. Acunando la luna llena. Un lunes. Un día donde comienza casi todo. Paseaba, huella a huella desgranando la arena de la playa en huecos donde la espuma rizada de las aguas llega, llena, plena. Caminaba sorteando los perfiles del agua. Descalzo. Y girado frente al horizonte rojo, cada vez más aloque y menos melón, sonreía. E iniciaba entonces un lento camino hacia el mar, desvestido de tristeza. E inundándose de plenitud, braceaba hacia un horizonte cada vez más alejado en sol creciente. Sorteando vacilaciones y medusas. Transitaba cada amanecer la soledad de un paisaje vacío, que iba poblando de  imágenes sugeridas. En el silencio quebrado por el ir y venir del mar. Tan cerca y tan lejos. Murmullo de arena arrastrada. Caminaba por caminar, beso a beso con el aire calmo de las amanecidas, auroras abiertas a la luz. Sombra ida a su lado.

 
Mike Olfield. The inner child.


Con la soledad en el hombro y la sonrisa, a media vela, resbalada en un costado, Y la canción del mar, acunándole también. Saludaba con los ojos despiertos a los colores nacientes. A los contornos imprecisos. A las brisas que se detenían en las humedades de su rostro. Paseaba con las manos en los bolsillos, con una lentitud pasmosa, pisando firme la arena y hundiendo el bajorrelieve de sus pies, tan pronto llenos de agua y sal. Tarareaba músicas inventadas y reproducía en sus pupilas centenares de paisajes revividos en su tiempo yermo. Sacaba a correr su miopía y trenzaba su paso en las algas abandonadas por la bajamar. Sin cruzar sus pasos con nadie. Todo azul, virado a gris en los días de plomo. Y respiraba el aire limpio, el primer aire del día. Y llegaba a desandar lo recién andado, haciendo círculos alrededor de los abandonos de la mar. Conchas de nácar vacías de vida. Diminutas piedras que venían rodando desde el este, mil a mil los años transcurridos. Y las algas, siempre, enredadas como pequeños diablos en sus tobillos. Jugaba al solitario con los recuerdos y de cuando en vez, dibujaba en la arena anocheceres con su dedo índice. Era un tipo raro, al que le sobraban horas en el día y faltaban minutos para los ensueños diurnos.


miércoles, 23 de mayo de 2012

El laberinto de la luciérnaga

 Old Harry rock (Inglaterra) febrero 2011..

Sentada en el ángulo recto de su primera vida, piernas colgadas al vacío, al precipicio de las dudas, como un alfanhuí de cartón repujado al criterio del viento. Su vida, centenares de lecturas desleídas conforme fue viviendo del revés, libro a libros precipitados al mar, con todas sus historias dentro y sus miles de personajes mudos saltando olas que rompían desoladas toda su furia contra la piedra blanca. La espuma del agua llegaba a cosquillearle la planta de los pies mientras su vida, otra vez su vida, vaciaba sentimientos, vomitados casi, recordando las horas perdidas entre las camelias de sus paisajes, olvidados ahora. Y la música de abajo, como un acordeón. Arrullando las palabras intuidas cuando cerraba sus ojos a la lluvia caída desde un cielo vestido de cenizas. Y el vértigo, caracolas en el estómago, los pies colgando a batiente, y sus manos apoyadas en la hierba mojada, su cuerpo recostado y la cara ofrecida al aire del oeste, boca entreabierta sorbiendo el agua que repiqueteaba su cara menuda, su cara de niña apenas nacida a una vida que ya se le hacía interminable, con su media sonrisa harta de estancias oscuras en las que se había perdido la luz. La vida de la mar convertida en furia. Otrora calma que remansaba en un horizonte vertical casi infinito. Y ella, todos sus silencios rumiados con los pies desnudos, colgados a la nada, o al comienzo del todo. Un cuerpo reclinado que intuía los impulsos de rabia, harta de buscarle respuesta a las interrogantes que se cernían en su cuerpo pequeño, en sus ojos de vidrio, lluvia y lágrima hermanadas en la cuenca de sus ojos, en los que jugaba al aro una sonrisa intermitente, recuperada de los recuerdos aniñados cuando sabía ver los colores de todas las frutas e indagaba en la luz que provocaba la sombra redonda por donde trepaban minúsculas briznas de polvo. Aterrorizada por el silencio interminable de su interior. Apenas una veintena de años, alejada del lugar donde vuelan las mariposas. Allí donde las ilusiones quedan atrapadas en una tela de araña. En un remolino de aguas. Y el vacío, caracolas en el estómago, proponiéndole un mañana de luz y vida recobrada, luz del cabo.

sábado, 19 de mayo de 2012

El laberinto de la luciérnaga

 Old Harry rock (Inglaterra) febrero 2011..

Sentada en el ángulo recto de su primera vida, piernas colgadas al vacío, al precipicio de las dudas, como un alfanhuí de cartón repujado al criterio del viento. Su vida, centenares de lecturas desleídas conforme fue viviendo del revés, libro a libros precipitados al mar, con todas sus historias dentro y sus miles de personajes mudos saltando olas que rompían desoladas toda su furia contra la piedra blanca. La espuma del agua llegaba a cosquillearle la planta de los pies mientras su vida, otra vez su vida, vaciaba sentimientos, vomitados casi, recordando las horas perdidas entre las camelias de sus paisajes, olvidados ahora. Y la música de abajo, como un acordeón. Arrullando las palabras intuidas cuando cerraba sus ojos a la lluvia caída desde un cielo vestido de cenizas. Y el vértigo, caracolas en el estómago, los pies colgando a batiente, y sus manos apoyadas en la hierba mojada, su cuerpo recostado y la cara ofrecida al aire del oeste, boca entreabierta sorbiendo el agua que repiqueteaba su cara menuda, su cara de niña apenas nacida a una vida que ya se le hacía interminable, con su media sonrisa harta de estancias oscuras en las que se había perdido la luz. La vida de la mar convertida en furia. Otrora calma que remansaba en un horizonte vertical casi infinito. Y ella, todos sus silencios rumiados con los pies desnudos, colgados a la nada, o al comienzo del todo. Un cuerpo reclinado que intuía los impulsos de rabia, harta de buscarle respuesta a las interrogantes que se cernían en su cuerpo pequeño, en sus ojos de vidrio, lluvia y lágrima hermanadas en la cuenca de sus ojos, en los que jugaba al aro una sonrisa intermitente, recuperada de los recuerdos aniñados cuando sabía ver los colores de todas las frutas e indagaba en la luz que provocaba la sombra redonda por donde trepaban minúsculas briznas de polvo. Aterrorizada por el silencio interminable de su interior. Apenas una veintena de años, alejada del lugar donde vuelan las mariposas. Allí donde las ilusiones quedan atrapadas en una tela de araña. En un remolino de aguas. Y el vacío, caracolas en el estómago, proponiéndole un mañana de luz y vida recobrada, luz del cabo.

domingo, 6 de mayo de 2012

El árbol sin sombra

 Sudáfrica, Julio 2010.

Despertó, sin saber que los vientos de la noche le habían hurtado su sombra. Los primeros rayos del sol le mostraron su desnudez, toda. Y sintió frío. Al cabo, soledad más allá de la que acompañaba su derredor, umbría circular con quien dialogaba en los interminables días del estío. Giró repetidas veces sus ojos, buscando algún punto de luz tardía en el cielo. Pero no había nada. El horizonte, todo lo más, azul más arriba doquiera la tierra se precipitaba al vacío. Y poco menos que nada. Raíces desvestidas por donde seguir la huída del tiempo. La nada. Sin poder iniciar la carrera siquiera, preso de su libertad enraizada, sintió en la frondosidad de sus ramas toda la angustia de cuantos perciben haber perdido la luz en los confines del alma. Las sombras habían desaparecido con la noche. A sus pies. Y a lo lejos, sólo voces que no podía ver, golpeando sobre la espalda del viento. Un lamento repetido. Ondas graves de invertidas interrogantes. La rueda de un carro. Todo era plano en su inmensidad vacía. Su vida en círculo y las voces que llegaban del más allá, enloqueciendo, en espirales repetidas. Le habían robado su sombra, acaso un soplo en una noche malquerida. Quizá la búsqueda de una vida nueva. Tal vez una huída. Suficiente para sentirse sin el cobijo de un aleluya. Arropado con los silencios que siguieron a los cantos que venían desde lejos. Un árbol sin sombra. Ya no eran dos, sino uno. Mismidad en verdes y negros a los que faltaba un suelo de palabras nunca dichas. Y el grito llegó hasta los confines de la tierra habitada por hombres. Porque le habían hurtado su sombra. Y sintió como la misma vida se le iba yendo tras las voces mudas. Insistentes círculos de gritos que ocultaban lágrimas, desesperación con la que asombrarse. Con la que despedirse de las cosas jamás pronunciadas. Fantasmas que le acuciaban en dos filas de murmullos ordenados. Gritos negros sobre luces amarillas que venían del sol. Pesadilla de un sueño al que le faltaba el aire. La luz sin la sombra. Absurdo universo de incomprensibles verdades a medias. Y el horizonte se pobló de voces negras. Repetidas voces negras en su lamento de siglos. Calladas.

domingo, 15 de abril de 2012

El aire de Soweto

(Jugaba en las noches tempranas del invierno, construyendo casas de cartón con las cartas prestadas de la baraja, efímeros equilibrios de su primera vida. Y así pasaba las horas muertas, entre adultos con braseros de carbonilla y enaguas verdes, antes de que la muerte se llevara las horas desvividas en los arrabales de su existencia). 



Cada día tiene su mañana, donde cada quien tiene que reinventarse, para respirar el aire claro de una nueva hoja del almanaque. Y salen descalzos a la planicie de simetrías imposibles, tejados apuntalados a la furia de un viento quizá inexistente. Centenares de miles, se dice pronto, de almas en vela doquiera la mirada del blanco les acompañe. Hacinados en generaciones de miradas colgadas del vacío, interrogantes eternamente condenadas al silencio de una respuesta nunca pronunciada. Juntos sin horizonte, los unos con los otros, todo lo que la tierra otorga. Lo que la mirada abarca. Lo que la vida permita, más allá de sus ojos vencidos. Y pasan engañando a la muerte en sus horas de luz. Lo peor de su vida, cada amanecer, donde las horas se eternizan esperando la luz de la noche, para boquear los rayos del sol, en una nueva mañana. Círculos de angustia abrazada, unos con otros, en su dejadez de siglos. Futuro que se aclara en lo vivido ayer. Arrebujados en la nada, en un equilibrio sin trapecio. Viven deshaciéndose de su voz, silentes al otro lado del espejo, sin que las aguas oscuras le permitan claridad donde sonreírse. Moqueando sus vidas infantiles, sin más sueño que los círculos de tierra aprensada que sus manos infantiles dibujan en torno a sus pies menudos. Respiran allí, donde los colores de África se tornan grises, en un enjambre de armonías desasistidas de cualquier esperanza distinta del día siguiente. Trampeando el día tras día. En el otro lado de Soweto, laminados de metal entre esqueletos de madera, donde las vírgenes son negras. No corren los niños por sus calles inexistentes, porque no hay prisa en llegar a ningún sitio. Sólo las voces de los que se hermanan en canto sin violines. Toda la furia del desamparo en sus gritos mecidos en el viento de sus gargantas roncas en su desasosiego. En su belleza infinita. Clara. Limpia. Blanca. Negra. I remember you.

domingo, 18 de marzo de 2012

Sentado en el pretil del Tiempo

Tú me trajiste el infinito, cuando sólo era un esbozo que separaba los azules, allá, todo lo lejos que mis ojos alcanzaban a ver, por aquél entonces. Y me envolviste en un celofán de aire tan ligero como tus manos delgadas, minúsculos dedos por donde las sortijas resbalan. Aún. Tú me llevaste al infinito, allí donde la duda nace y las miradas se cruzan. Cómplices de silencios imposibles. Y me sentaste en el pretil de una línea apenas ondulada, para que me recrease en las vertientes que la vida tiene, del amor al desamor, quizá una línea de puntos a la que le han hurtado las comas. Infinita. Y acercaste el azul de mis ojos cansados al mineral verde de los tuyos, tan claros de vida oculta. 




Y acabaste meciéndote en el recuerdo de otro tiempo, sin duda ido, por donde transitan las emociones revividas en las noches de luna llena. Y no faltó la cercanía para respirarnos en el mismo aliento. Para compartir la belleza entrelazando las manos, convertidas en anhelo de aquélla madrugada, tan lejana en el tiempo inexistente del recuerdo. Tú me trajiste del infinito, acercando perfiles que moldearon mis palabras nunca dichas y me desabrazaste de la ausencia inventada para abrigarme del frío, cuando la noche me sentaba su luna en un hombro, siempre el mismo hombro, arropándome con el calor de sus colores perdidos. Tú me pusiste la música en un oído y me regalaste el talismán engarzado que el viento trajo de África, doblez de cara siempre viva. Y me hiciste creer que habitaba en las copas de los árboles, mientras yo caminaba descalzo sobre la hierba seca de un suelo ayuno de lágrimas, con las que haber hubiera humedecido su desventura. Tú me llevaste al infinito, beso imposible entre cielo y tierra, y buscaste mis labios para prestarme una palabra silabeada, cuando la luz de la primera aurora permitió a nuestros ojos hablarse en el silencio de sus soledades compartidas. Y me habitaste en la plenitud de una noche sin mañana. (Dicen de él que subió al Aguilón del Loco, para robarle el lucero del alba a la amanecida, y que murió de frío. Dicen de él que fue el único hombre vivo que habitara el limbo de los hombres que extraviaron sus almas buscando el abrazo de un sueño. Dicen de él, por decir que digan, que era un hombre bueno).

domingo, 26 de febrero de 2012

Los silencios de África

Sudáfrica, Julio 2010.

Me pediste que te hablara desde el envés de mi vida, y te conté como la mañana, temprana y fría, se abrió cuando acudí, solícito, al encuentro con las primeras luces de la aurora. En África. Y seguí diciéndote como mis ojos sonrieron la belleza plana que avistaron, llegado el despunte de las primeras luces del sol, henchidos con la luz del cielo, luz limpia como la música que oigo ahora en vaivenes amables que me llevan hasta el mediodía. Te dije que venía desde el silencio negro de África, emocionado aún. África, tan replegada a una vegetación contenida, de verdes terciados que se abren hueco en una sabana tan hermosa como ausente. El olor, acaso murmullo quedo de vidas escondidas. Y acerté a explicarte como mis ojos abrazaron la hermosura quieta de cuanto le rodeaban, abriendo los postigos de la mañana. Y como la voz callada de África, silencio errante que esconden las estrellas cuando se desnudan en la noche, me distrajo por días de mi propia vida. Desde la colina, estremecido por una soledad ausentada de palabras idas, desde el mismo vacío, mudo, acabé sobrecogido por la ausencia de la nada, estando ante el universo del todo. Y todo era silencio en mi derredor. Parecía cómo si la mañana no quisiera desperezar tras haber mal dormido la noche. Oscuridad reflejada en plata, pequeñas lagunas donde se arrastraba la vida, ante la mirada impávida de las aves, quietas en ramas que semejan telas de arañas dibujadas en el cielo. Y he mirado atrás en el silencio mágico de una claridad sin luna, donde los árboles conviven con su sombra por toda compañía. África, inmensa, donde todo es sonrisa blanca en el interior de un círculo negro. Quietud que no es sosiego África tiene su silencio, enorme, sólo y recogido en sus adentros, donde envejecen las noches, que se anegran en palabras inventadas y donde los animales callan su libertad para no quebrantar al destino. Donde la hierba silencia su sed, en ocres que despuntan orillando el camino que conduce al infinito. Y sonreías, todos tus ojos grandes, oyéndome hablar de la luz, del aire… cuando trataba de explicarte la inmensidad de lo visto, mar de palabras calladas, nunca dichas. Esa África del Sur que pude ver, tan distinta, donde la brisa enmudece en los reinos del silencio.

domingo, 12 de febrero de 2012

Los colores del tiempo

Bosque de Oma, Julio 2009



Llegaron por centenares. Huían del los fríos que la espuma aventa cuando rompe el agua con furia en los acantilados del norte. Llegaron tras sobrevolar el oleaje crecido del mar, apenas avistaron tierra en el horizonte, batiendo alas para vencer al agotamiento. Cruzaron bajo el arco iris, robándole sus colores. Arquero que perdió su flecha y se tornó escala de grises. Aletearon desde el rojo hasta el violeta, buscando triangular los arenales del sur. Y llegaron al bosque de Oma con las primeras luces de la luna, claroscuro de arboleda con los brazos tendidos. Y al amanecer, cuando regresaron a los cielos otrora plúmbeos, dejaron en las cortezas del bosque los recuerdos de su hurto. Rojos abrazados a naranjas. Amarillos temerosos de los verdes. Azules del mar extraviados en añiles que se tiñeron violetas a la hora del Ángelus. Miles de ojos curiosos se adentraron entonces entre los árboles, donde recostada, me pediste que te hablara del Tiempo. Y te dije, desde el cristal de mi vista cansada, como los duendes de Oma aseguraban que el tiempo no existe. Que no existe el pasado, por cuanto no existe lo que ya no es. Y te lo dije con el olor del espliego aún en mis manos. Y al interrogarme sobre el futuro, acariciando las arrugas ásperas de la edad, te afirmé que no existe cuanto está por llegar. Lo que todavía no es. Y envolví con mi mano cuenca los aromas de la mejorana, para que oyeses la voz de la tierra cuando se queja de las umbrías. Silenciaste el resto de la tarde, apenas un atrevimiento que se abortó en el umbral de tus labios, y cuando ibas a incorporarte balbuciste, sólo entonces, que te hablara del presente. Miré a cuantos ojos me miraban y te respondí diciéndote que resulta ser tan efímero, que ya es pasado cuanto oías. Tan vencido, siempre. Tan huido de mí. La bandada voló hacia los arenales del sur, huyendo del frío y de las voces roncas de la noche.

domingo, 5 de febrero de 2012

Padre


Recuperarte ahora, cuando tenía tus perfiles desdibujados en las espirales de mis recuerdos. Recuperar, ahora, el azul infinito de tus ojos cansados de vida y las cejas pobladas que los cubrían de nubes pardas. Recuperar, en un sueño de fiebre, sudor y desasosiego, tus olores encarnados en mi propia piel. Las cadencias de tu voz. La imagen nítida de tus dedos infinitos, hermosura de hebras acostumbradas al humo. Sentar tu sonrisa en mi costado y entrelazar mis manos a las tuyas, y mirarte a la cara, azul de mar, para empaparme de tu gesto amable, cálido, presto el corazón. Siempre abierto. Recuperarte, ahora, sombra que me diste luz, cuando ya los ecos se vaciaron de rincones por donde buscarte. 





Y pasar mis manos por tu cara y mesarte el pelo, huido al fin, mientras recuento los años, idos ya hacia el país de la luz, van para catorce, acaso. La firmeza tibia de tus opiniones, escondida siempre la sabiduría en las penumbras de la prudencia. Y recordarte ahora, aquélla mañana, en la que me requeriste para ayudarte. Para despedirte en mis brazos. Ayúdame. Y levanté tu cuerpo vencido, para encontrarme en el mismo palmo con tus ojos, azul de luz que se blanquearon ante los míos. Esa mirada que no deseo desclavar de mi alma. Esos ojos que interrogaron a la vida en su despedida. Tan temprana, en sus años. Esa forma de proyectarte en mi, de despedirte, todo el peso de tu cuerpo en mis brazos, rota la expresión en una interrogante sin punto donde asir el último aliento. Y mis labios, besándote todo. Aireándote un interior que me supo yerto. Recuperarte ahora, padre, en las embestidas de una fiebre. Y disfrutarte entre el sudor de una enfermedad de tránsito. Sabiéndote tan cierto. Tan próximo, siempre. Duerme, encogido en el frío. Abrigado con el paso liviano de mis palabras por tus hombros.

domingo, 29 de enero de 2012

Vida de ida y vuelta.

Centenares de líneas quebradas subían por laderas del bosque de Oma. El niño las veía aparecer, desde arriba, toda su boca abierta y una sonrisa de lado a lado en su rostro. El niño permanecía sentado, los dedos anillando hierbas que flanqueaban su figura menuda. Aparecieron las cabezas cónicas de los titiriteros, vestidos de ajedrez, vadeando el monte de piruetas imposibles. Escenógrafos vegetales con sus aros cuadrados. Tras ellos, los zancudos de acrobacias gigantescas, sobre sus postes de madera, girando una y otra vez alrededor de su propia vida, vestidos de verde, entre verdes. Rodeados de una multitud de hombres bajos, con tamboriles cilíndricos de madera baqueteando su música de cabra y flauta. Subía el niño que carecía de estómago, con su libro inacabado bajo el brazo. Y unos metros más atrás, aquél que nunca tuvo nombre, masticando garbanzos secos. Subían, ladera arriba, los silbidos de las sabinas y tras ellos los duendes, tintineando sonajeros de conchas prestadas del mar. La multitud se acercaba al claro del bosque donde la luna se recostaba todas las madrugadas y el niño seguía, lados de su sonrisa anillada, con sus oídos sobre la tierra, adentrada su mocedad en las entrañas, hueco de luz con vaivenes de vida queda, mientras la claridad del sol se ocluía en un horizonte naranja, visible apenas. Llegaron flautas abrazadas a violonchelos y la música del bosque fue anudándose entre los árboles de  Oma, donde cientos de colores salpicaron la oscuridad hasta convertirla en un dodecaedro de espejos en el que el niño curioseaba con sus ojos redondos de vida. 
Bosque de Oma, Julio 2009

La luz se hizo fuego, para irse amainando con la ida, ladera abajo, de cuantos hicieron posible el sueño. Los azules espaciaron amarillos y una veladura de noche despedía desde lo alto al cortejo de otro tiempo, vistiendo de bruma el calvero del monte, donde el niño acabó dormido en un ensueño, desvanecido casi, con un pañuelo blanco en su mano. Marcharon los zancudos llevándose sus postes de madera, los equilibristas de lo imposible, los hombres bajos, los duendes, el niño que carecía de estómago con su libro inacabado y el que nunca tuvo nombre. Marcharon flautas y violonchelos y un silencio largo se fue ahuecando entre los colores del bosque, azuleando de luna la madrugada y de árboles que cobraron vida en los sueños del niño que anillaba su alma en la hierbecilla trenzada de su derredor. Velaron su ternura las imágenes de otro tiempo, que lo arroparon del frío y secaron las primeras gotas de la aurora. Las siluetas dibujadas se bajaron de sus árboles, cuando el niño de Oma dormía, y comenzaron una danza callada, casi quieta, que duró hasta que despuntaron las primeras luces del sol.

miércoles, 18 de enero de 2012

Añil



Nacen las palabras desde los huecos tapados de las flautas. Es la música del aire que sortea los colores del bosque de Oma.


Bosque de Oma, Julio 2009

Reparó en su edad cuando sorprendió a sus ojos entretenidos en los pliegues de un árbol. Observaba las hormigas, en sus idas y venidas, como se observa el presente cuando el futuro se torna incierto. Reparó en su edad y le dolió su miopía, toda, hasta que decidió sobrevivir boqueando el aire que buscó en el arbolado más próximo. Inmerso con frecuencia en sus recuerdos, se acompañaba de cierto desaliño torpe que le avejentaba y una tarde, rebuscando por los  descosidos de un abrigo donde se iban escondiendo los restos de diminutos lapiceros de color, acabó sacándole punta a la melancolía. Recuperó el aliento en un paisaje de pinos ausentados del sol y sombra de su propia vida, y sobre un fondo de verdes degradados, puso todo su empeño en huir de los silencios que le atormentaban, pintando franjas rojas, azules, amarillas y blancas. La vida, otrora gris, se tornaba ahora tan distinta, inmediato el aire que le aupaba al vértigo de un tiempo que debiera sobrevenirle. Aún. Y palmeó la mañana como quien palmea las manos en un amanecer frío. Y el vaho le hizo nido en unas manos por donde los huesos trataban de huir de la carne. Vestido de papel y disfrazado de huecograbado, encendió el penúltimo cigarrillo para acabar ahogado en su compás de toses. Hizo giros al desaliento y, en un momento de entusiasmo no contenido, abrazó uno a uno los árboles verticales de su futuro. Al fondo, la luna se ausentaba por las paredes de un cielo infinito hasta rozar las aceras de la noche. Había dejado su lágrima, disimulada, en los morados cercanos a la tierra y el reflejo de lo ignorado acabó poseyéndole con todo su desasosiego. Un escarabajo le hizo desconfiar de la felicidad y entonces corrió hasta las cortezas coloreadas de los árboles, acariciándolas repetidas veces hasta que la sangre acabó comiéndole sus dedos infantiles, tiñendo de púrpura los añiles desabrazados en la oscuridad.






lunes, 9 de enero de 2012

Los ojos del sueño


Era tarde cuando la niña de ojos claros paseó sus bolsillos de mariposas por el bosque encantado.
La luz recortaba unas penumbras oblicuas en las sombras de la tierra, remedos de aquelarres idos.
La niña puso sus ojos en cada uno de los horizontes verticales que la rodeaban.
Ojos circulares y claros, de niña con mariposas en el bolsillo del bosque de Oma.
Los azules se tornaban grises mientras los violetas caminaban hacia el centro del universo.
La niña con ojos de bosque y mariposas encantadas, vació sus bolsillos de colores en el adiós de la atardecida, y los trece árboles sagrados sonrieron de espaldas.
Faltaban letras en el alfabeto de los símbolos y el mes de julio prestó sus pinares a la imaginación de una niña, risa toda, para que colorease el aire con sus recortes de papel.
El bosque se pobló de ojos y la música silbada fue saltando de rama en rama, hasta posarse en el anverso de unas manos delicadas, de niña de ojos grandes y claros, puestas en cruz, como veleta de plata en un alféizar descarnado.
Girando en el mismo lugar donde la luna se adentraba por las noches y con el silencio roto tras el graznido de un cuervo, cercana ya la calma plana de la aurora, la niña cabalgó sobre su propio haz de luz, crines del alba, allá a lo lejos, mientras el pisar desnudo sobre las primeras gotas de rocío, le hizo resbalar hacia el interior de un sueño.
Y bajó por espirales interminables de jacarandas, en rizos continuos de su pelo, hasta despertar sobre decenas de imaginarios centauros de papel. Y abrió sus ojos, grandes y claros, desde el pretil de su cama.
Encendió la luz.
El reloj marcaba cualquier hora puesta del revés en la madrugada. Sonriéndole a las sombras, arrebujaría su cuerpo entre sábanas de cristal.