Nunca preguntó por el mañana. Tan sólo era capaz de entender cuando llegaba el día, brincos de sol tras los grises de la peña y cuándo, pasado un tiempo, llegaba el oscuro. Reloj con arena perdida. El hombre del bosque salía a los prados y se tumbaba sobre la hierba fresca, horas y horas de luz clara, buscando sus ojos el recorrido de las hormigas. Necesitaba el olor de la tierra en sus dedos y viajar en el interior de una caja vacía, rodeado sólo de su propio espacio, camino de las últimas luces. Su vida era todo mirar cuanto pasaba en su derredor. Cómo los árboles se desnudaban un tiempo, esqueleto de ramas sobre el azul del cielo, y como se vestían de verdes infinitos llegada la vez. Era su tiempo. Y cuando necesitaba que las ninfas anduvieran por sus adentros, subía hasta los perfiles en ladera del bosque, y trataba de abarcar el espacio infinito que le acercaba a los confines de la tierra, todo lo lejos que sus ojos acertaban a ver, línea coloreada y tenue. Y volaba, planeando con sus brazos extendidos sobre el calor que desprendía su propio cuerpo. Dueño del espacio que le rodeaba, hueco vacío de sueños. Y sonreía como los demás pájaros que le acompañaban, interiores de su propia fantasía. El hombre del bosque no usaba palabras para entenderse, porque las plantas dialogan con los colores y los animales del bosque con las miradas, fijos los ojos. Vivía sin necesidad de estar vivo. Poseía tan sólo una caja vacía, llena de su propio aire. Estaba en cada una de sus palabras no dichas y decía cuanto quería decir. Por fortuna para él, la gente no transitaba por los interlineados. Y cuando la oscuridad le arropaba, abría sus ojos redondos como círculos amarillos para despedirse de las orugas y ahuecaba sus manos en torno al calor de la lumbre, si era invierno, para dormirse trepando por las sombras dibujadas en la pared, mientras dialogaba con su propio silencio mirando dentro de la luz.