Bournemouth (Inglaterra) febrero 2011
Paseaba cogido de la mano a un sueño. Sujeto a un
garabato trazado en el aire. Caminaba, abrazado a lo que sólo era una
silueta imaginada. Y cada día, en el mismo instante, surgía el sol como
cáscara de naranja, en el mismo lugar, a lo lejos, amarilleando azules
apenas diferentes, allí donde la vista alcanza y confunde una línea
intangible que siempre se torna en horizonte. Paseaba siempre con las
primeras luces de la mañana. Acunando la luna llena. Un lunes. Un día
donde comienza casi todo. Paseaba, huella a huella desgranando la arena
de la playa en huecos donde la espuma rizada de las aguas llega, llena,
plena. Caminaba sorteando los perfiles del agua. Descalzo. Y girado
frente al horizonte rojo, cada vez más aloque y menos melón, sonreía. E
iniciaba entonces un lento camino hacia el mar, desvestido de tristeza. E
inundándose de plenitud, braceaba hacia un horizonte cada vez más
alejado en sol creciente. Sorteando vacilaciones y medusas. Transitaba
cada amanecer la soledad de un paisaje vacío, que iba poblando de
imágenes sugeridas. En el silencio quebrado por el ir y venir del mar.
Tan cerca y tan lejos. Murmullo de arena arrastrada. Caminaba por
caminar, beso a beso con el aire calmo de las amanecidas, auroras
abiertas a la luz. Sombra ida a su lado.
Mike Olfield. The inner child.
Con la soledad en el hombro y la sonrisa, a media vela, resbalada en un costado, Y la canción del mar, acunándole también. Saludaba con los ojos despiertos a los colores nacientes. A los contornos imprecisos. A las brisas que se detenían en las humedades de su rostro. Paseaba con las manos en los bolsillos, con una lentitud pasmosa, pisando firme la arena y hundiendo el bajorrelieve de sus pies, tan pronto llenos de agua y sal. Tarareaba músicas inventadas y reproducía en sus pupilas centenares de paisajes revividos en su tiempo yermo. Sacaba a correr su miopía y trenzaba su paso en las algas abandonadas por la bajamar. Sin cruzar sus pasos con nadie. Todo azul, virado a gris en los días de plomo. Y respiraba el aire limpio, el primer aire del día. Y llegaba a desandar lo recién andado, haciendo círculos alrededor de los abandonos de la mar. Conchas de nácar vacías de vida. Diminutas piedras que venían rodando desde el este, mil a mil los años transcurridos. Y las algas, siempre, enredadas como pequeños diablos en sus tobillos. Jugaba al solitario con los recuerdos y de cuando en vez, dibujaba en la arena anocheceres con su dedo índice. Era un tipo raro, al que le sobraban horas en el día y faltaban minutos para los ensueños diurnos.